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Cincuenta sombras de gris
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Cincuenta sombras de gris

Actualizado 17/02/2023 12:30

Hubo una época de mi vida en la que me vestía casi todos los días de gris. El motivo fue que pasé, en pocos meses, de ser estudiante eterna a tener un trabajo serio donde la imagen importaba; así que decidí complicarme lo menos posible la existencia con el asunto del guardarropa, que siempre me ha aburrido profundamente. Para mi suerte, eran los años de Armani, firme defensor de este color e incluso inventor de una mezcla que él bautizó como “Greige” (gris y beige) que a los desafectos de la moda como yo nos resultaba muy útil porque combinaba con todo, era elegante y no llamaba la atención. Cuando el pelo se volvió gris, e incluso blanco, tuve que revisar mis principios y convertirme, parafraseando a Delibes (siempre es mejor que parafrasear a las Kardasian) en una señora de rojo sobre fondo gris, y las piezas grises de mi armario perdieron superioridad numérica.

Coincidió ese giro en la manivela del color con muchos años de calendario acumulados en un lugar donde el gris, y muchas veces también la grisura, se convierten en paisaje cotidiano y único telón de fondo. Y parece mentira que casi treinta años de cielos grises no consigan que te acostumbres a ellos, como se acostumbra uno a comer sin sal o a dejar el tabaco cuando toca o la salud te da un toque; son estas, proezas que se logran en bastante menos tiempo que ver el cielo forrado de gris y resignarse a ello. Este cielo que, además, está a los mismos miles de kilómetros de altura que todos los cielos terrestres, pero aquí hay muchos días que parece acercarse hasta rascarte la coronilla. A mis paisanos salmantinos que ruegan a vírgenes y santos para que llueva cuando arrecia la sequía, y acto seguido protestan porque el cielo es gris y no insultantemente azul y despejado como casi siempre, ya quisiera verlos yo aquí, ya…Este gris abundante todo el año, y especialmente contumaz en diciembre y enero (veintiocho horas de sol en total este último mes) requiere entrenamiento y, sobre todo, buenas razones para convivir con él.

Quizás la calidad de vida sea una de ellas; el poder elegir el colegio de tus críos, acceder a ser propietario de una casa en la ciudad sin necesidad de hipotecar a todos tus parientes contigo ni de irse a vivir a un Seseña del tres al cuarto donde el gris que no te da el cielo te lo regala el cemento que te rodea. Ir al médico de un día para otro y recibir los mejores tratamientos posibles sin estar sometido a listas de espera; disfrutar del verde cuando consigue uno olvidarse del gris, tener el mar a una hora de coche, aprender idiomas sin enterarse, tener la oportunidad de hablar esos mismos idiomas que se aprenden, ver gente por la calle de todos los colores, estaturas, apariencia y condición. Conseguir entradas para la opera de una semana para otra, que tus hijos toquen un instrumento musical sin que sea un privilegio, que el ruido no sea un derecho humano, el chocolate de primera calidad y los parques sean más y más grandes que los aparcamientos. Como verán ustedes, el norte tiene ciertas ventajas, que se mantienen en buena medida porque los impuestos, que son atroces, las financian; repartiendo la carga entre casi todos, siendo esos “casi todos” bastante más numerosos que en otros lugares soleados; y porque siendo tierra de acogida, no le regalan a nadie el pasaporte por comprarse cinco pisos sino por huir de lugares espeluznantes, cosa que tiene más sentido, la verdad.

Que si todo eso compensa la falta de sol, las veintiocho horas de luz en enero y el cielo Armani durante días y días? No me tiren de la lengua; ningún lugar es perfecto y si llega a serlo, a fuerza de permanecer mucho en él también acaba cansando. En estos días grises que se suceden y se dan el relevo, escamoteándonos la luz que necesitamos para hacer nuestra propia fotosíntesis emocional, más vale hacer una lista larga de ventajas que afrontar los inconvenientes a golpe de ansiolítico. ¿O no?

Concha Torres

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