En 1923, se publicaba en Leipzig, de la mano de Anton Kippenberg, director de la casa editora Insel-Verlag, uno de los libros de poesía más importantes del siglo XX en cualquier lengua: Elegías de Duino, de Rainer María Rilke. Celebramos, por tanto, durante el presente año en curso, el centenario de su publicación.
Está constituida esta obra por diez grandes poemas, que el poeta checo-alemán escribiría a lo largo de diez años que van de 1912 a 1922. Su arranque es mítico. Encontrándose el poeta en el castillo de Duino, invitado por su propietaria y amiga el poeta, Marie von Thurn-und-Taxis, escucharía, un día de enero de 1912, en el acantilado, una voz que le dictaba el arranque de lo que sería el libro y la primera elegía, que escribiría, como en estado de inspiración y arrebato, en aquel mismo momento: “¿Quién, si yo gritara, me escucharía desde los coros de los ángeles?”…
Poesía inspirada la de Elegías de Duino. Nunca el decir lírico del ser humano, en el mundo contemporáneo, ha sido pronunciado en tal estado de gracia. Este decir, este canto realiza un itinerario ascensional ininterrumpido. Su escritura se lleva a cabo en una década de gran importancia en la historia de Europa, en la que se halla la tragedia de la primera guerra mundial.
Las Elegías de Duino constituyen el canto del hombre, el poema de la servidumbre y de la grandeza terrena del ser humano en el mundo. Se percibe en ellas como un escalofrío del hombre ante la gran noche universal (esa noche de que hablara ya Friedrich Hölderlin), así como el afán humano de arroparse, de protegerse con lo pequeño y concreto.
El poeta, a la vez que presenta el desajuste del hombre en su mundo, lo canta al tiempo, celebra su grandeza terrena, proclama el esplendor de la tierra, exalta lo real, lo concreto, lo decible, las cosas, lo realizado por las manos, que, en su humildad, es lo único que podría impresionar incluso al ángel.
Porque el ángel es la clave de bóveda de las Elegías de Duino. No hay, en toda la obra de Rilke, figura tan persistente como la del ángel. Acaso, podríamos traer aquí las palabras de Walter Benjamin, para comprender alguno de sus sentidos: “el ángel se asemeja a todo aquello de lo que he debido separarme: las personas y especialmente las cosas”. El ángel habitaría en las cosas perdidas como nombre secreto, para volverlas transparentes.
En las Elegías de Duino, hay un canto, una celebración del ser humano y del mundo; de lo metafísico y de lo concreto. En la octava elegía –cuya interpretación ha traído de cabeza a no pocos–, el poeta aborda el concepto de “lo abierto”, territorio en el que habita la criatura, el animal, que no tiene conciencia de la muerte. Pero el ser humano, ay, vive de espaldas a lo abierto, frente a lo cerrado, porque tiene conciencia de la muerte. Solo los enamorados logran, en algún instante, tener experiencia de lo abierto, en la plenitud del amor.
Las Elegías de Duino es una obra que cuenta con una dilatada hermenéutica, que cuenta con nombres tan significativos como los del filósofo Martin Heidegger, J.-F. Angelloz, Maurice Blanchot, Romano Guardini, Hans-Georg Gadamer, George Steine, por no seguir sumando otros nombres.
Entre nosotros, contamos con traducciones de la obra, como las de José María Valverde, Jaime Ferreiro Alemparte, E. M. S. Danero… y, muy reciente, de Andreu Jaume. Incluso contamos con una versión del gran narrador mexicano Juan Rulfo, al que, sin duda llegó a seducirle esta obra clave de la lírica contemporánea que es Elegías de Duino.
Una obra que nos sigue mostrando que, en plena contemporaneidad y en un mundo tan descreído y falto de valores como el que vivimos, sigue siendo posible el canto y la celebración, la expresión de lo real y de lo concreto, al tiempo que de lo indecible y lo metafísico. Y sigue siendo, sobre todo, posible la celebración del ser humano y del mundo, así como del ser humano en el mundo.
Pese a que, debido a nuestra conciencia de la muerte (ay, existimos de espaldas a lo abierto), vivamos “despidiéndonos siempre”.
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