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Por San Blas
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Por San Blas

Actualizado 06/02/2023 11:57
Charo Alonso

Lo que se hereda no se hurta y de la observadora de la atalaya de su balcón, que es mi madre, me ha quedado la costumbre de mirar al cielo y otear el tiempo antes de salir de casa. El hábito del refrán meteorológico y el gusto por leer la caligrafía de las nubes y el origen del viento que me trae el sonido de los trenes si viene del oeste. Es el ritual matutino que borda de isobaras, paralelos y meridianos la geografía de los días, el curso del agua que falta o anega, los centímetros de hielo del bebedero de los pájaros en el patio. Es el gusto por la cercanía del frío, del calor, de la lluvia, de la intemperie… y me felicito por vivir en una ciudad pequeña, por caminar al trabajo, por no estar, como en la metrópoli populosa, metida en el túnel del metro, en la rutina del garaje que nos lleva a otro subterráneo del que salir a la oficina sin pisar la calle…

Como topos ciegos, emergemos del coche en el edificio iluminado, acabamos en el centro comercial ahíto de luces y después, nos rendimos en la casa al final del día, sin haber vislumbrado el cielo desde el despacho falto de horizontes. Los habitantes de la provincia, los de la ciudad pequeña, el pueblo grande o pequeño, salimos a la calle a resbalar sobre el frío, a pisar el hielo, el charco, a mirar el cielo. Es el privilegio de la cercanía, el ritual que recorremos con los dedos helados, la nariz enrojecida, cubiertos de capas que vamos quitando cuando, a mediodía, regresamos al sol de este febrero pequeño y carnavalesco. Febrerillo el loco, con sus días veintiocho.

Tiene el habitante de la ciudad pequeña, del pueblo grande, del campo vacío, el privilegio de las cigüeñas. Esas que ya no vuelven por San Blas, porque habitan el campanario de lo eterno todo el año, dispuestas a cubrir los cielos con su longitud de alas. Son las elevadas dueñas de su vuelo, y anidan en el corazón de la iglesia como una plegaria de lo que nunca cambia, como la llegada de la luz con el santo que las nombra: Por San Blas, una hora más.

Nunca me puse la gargantilla vendida del santo médico que la tradición quiso sanador de personas y animales, auxiliador y mártir, sin embargo, los vendedores de cintas de colores en estas fechas, su mástil de palo donde cuelgan las gargantillas bendecidas siempre me parecieron un adelanto de la primavera, un anticipo de lo bueno. En el enero frío, en el febrero loco, en el cansancio del atardecer temprano, San Blas, como las Candelas y las Águedas Benditas tenían promesa de fiesta y de luz que inicia su recuperada alegría. Y como en febrero busca la sombra el perro, miro hacia arriba, cielo azul de puro tenso, siento el alfileretazo del frío y me dispongo a salir oyendo el eco del tren que parte sin mí. Cuando regrese, vendré con los guantes de la mano y la lengua fuera, el sol en la cara, febrerillo el loco con sus días veintiocho.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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