Desde hace muchos años, la televisión y yo no nos llevamos bien. Tanto es así, que en mi casa se ha convertido en una pantalla para ver películas; pero basta pasar unas cuantas noches en la soledad de una habitación de hotel para caer en la tentación de apretar el botón del mando a distancia. En uno de esos momentos de flojera, se me apareció en la pantalla una chica vociferante y aparentemente muy enfadada que se dirigía a una audiencia que, en ese momento, ni sabía yo quienes eran, salpicando un discurso mal construido y peor declamado terminando casi cada frase con “vale, chicos” que unas veces era interrogación, otra exclamación y otras, simplemente una muletilla fea. Como odio los gritos y las personas regañonas, apagué el aparato y a otra cosa, enterándome al día siguiente que aquella chiquilla enfadada era la mejor alumna de comunicación de su año y que se dirigía al Paraninfo de la Complutense, que al mismo tiempo que le concedía el premio, nombraba alumna ilustre de la facultad a cierta política madrileña y de ahí las protestas. Y enterándome también que la susodicha vociferante había sido pasto de la carroña de Twitter (eso es casi lo de menos) y objeto de burla de buena parte de la prensa, que se supone que son los que deberían darle trabajo de ahora en adelante vistos sus estudios.
Cuánto hubiera ganado la alumna de expediente más brillante en Comunicación si hubiera pronunciado unas sencillas palabras de agradecimiento a sus profesores (que las pronunció, pero tan sumamente enojada que costaba entenderla) con tono pausado y sin tanta interjección cheli; si hubiera reivindicado la educación pública empleando otro tono menos arisco que pareciera llamada de atención y no arenga; porque alguna que otra perla soltó con mucha razón pero poca oratoria (“Comunicación” es la carrera que ha estudiado, atentos) y no dando pábulo a todos los que se metieron después con su educación y sus modales, que a estas alturas poco tiene que ver con la poca labia de la que es (perdonen que insista sobre este particular) la mejor alumna de COMUNICACIÓN de la Complutense.
Ahora a cualquier cosa le llamamos educación, y por cualquier menudencia la invocamos. La educación es una cosa enorme e inabarcable que va mucho más allá del “Buenos días” y el “Por favor”; esa educación de fórmulas protocolarias y ceremoniales en desuso se estudia ya hasta en la Universidad y, apurando, hasta en cursos por Internet; lo mismo que hay facultades de comunicación (aparentemente inservibles visto lo visto) las hay de protocolo; cualquier espabilado con ganas de progresar en la vida se estudia unas cuantas reglas y las aplica y, lo siento por esa rancia nobleza que todavía nos habita y reclama que los tratemos con su título y todo, pero esa educación, siendo mínimamente espabilado e inteligente, se aprende. Yo, que soy torpe como un cerrojo, he conseguido arreglar un desagüe siguiendo las instrucciones de un tutorial de YouTube y les aseguro que es bastante más complicado que asimilar y poner en práctica unas cuantas reglas de urbanidad y buen vivir.
Pero lo que no se aprende tan fácilmente es la amabilidad, que exige empatía, moderación, templanza y cierto análisis del contexto; es una virtud en desuso y no hay tutorial que la enseñe, ya es mala suerte. Es lo que uno echa de menos en las tiendas, en las ventanillas, en las recepciones de los hoteles y en tantas personas que nos atienden en el día a día sin atendernos verdaderamente; y no es educación, no se confundan, porque hay gente que nos recibe con un “buenos días” que bien podría ser una puñalada y nos despide con un “a sus pies señora” que es una patada en el trasero en toda regla. La amabilidad es una virtud escasa; tiene esa mezcla perfecta de buenos modales y cariño que la hace única y de difícil adquisición; es un arma capaz de ablandar a protestones consumados y cascarrabias profesionales; bien dosificada, termina con las resistencias del más borde del lugar y convierte en conversaciones lo que fue griterío.
A esta altura de la vida en la que vamos enterándonos de que todo tiene un fin y no tan lejos como nos parecía; que la felicidad es un suspiro tantas veces sobrevalorado y que el asesino en serie resulta que a veces es el más simpático de tu escalera, quedémonos con la amabilidad; cultivémosla como la planta de interior que nunca debe faltarnos. Nadie les pide ser elegantes, guapos, listos y exitosos, salvo si quieren hacer carrera como Influencers (y a eso ya llegamos tarde casi todos) pero si solo pueden ustedes ser una cosa en la vida, sean amables, por lo menos.
Concha Torres
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