Con andar vertiginoso pasaron las llamadas fiestas (que, por cierto, cada vez llegan con ritmo más trepidante en el calendario, aunque sigan con el mismo nombre de cada mes; Diciembre Navidad, Enero Reyes Magos…), y todo vuelve a su lugar: unos a su trabajo, otros a rodear la camilla en cálida charla o enfrascada lectura, o a la mesa cuadrada golpeando las fichas de dominó entre el bullicio de los comentarios, aquellos al cole o a la Uni, al curso de actualización en la academia, a sumergir la cabeza en los apuntes de la oposición, a los horarios laborales prefijados, a los viajes de disfrute amontonados como manadas en autobuses y autoservicios de autovías, cámara en ristre, ahora toca foto, sonría por favor…
Se guardó el adorno de la puerta. También han vuelto a sus cajas los Papás Noeles, con sus blancas barbas revueltas y no tan blancas, las casitas del belén y todos los pastores (con las nuevas adquisiciones), el misterio, las bolas y demás adornos colgantes del árbol, las luces… (Por cierto, me pregunto en qué cajas cabrán los miles de bombillas que ponen para decorar, abigarradamente, la fachada de cada casa en algunos países, los renos fluorescentes del jardín a tamaño natural con su trineo y todo, y esos árboles descomunales. Creo que siempre me quedará la duda sin resolver).
Los bordados manteles ya han sacado las manchas de la convivencia y vuelven, igual de pulcros, a sus cajones, por fin de vacaciones, disfrutando agotados el merecido descanso hasta la próxima celebración. Las copas guardan de nuevo su brillo entre cristales, resonando tanto brindis y tantos buenos deseos con el eco de los besos.
Aumenta, de nuevo, la hilera de figuritas sorpresa del roscón, en su orden cronológico, desde tiempo inmemorial, con su número de año rotulado permanentemente bajo sus pies y conservando parte de su aroma de azahar.
Todo a su lugar, todo a su sitio, cada uno a sus tareas, y en la calle el rojo de la Navidad cambia por el rojo de las rebajas, los saldos, las oportunidades.
Pero en casa de los Prieto Ayuso la Navidad se alarga.
En Noviembre, el mes empieza desembalando cada pequeño objeto de sus cajas, de sus envoltorios, con la misma delicadeza que si fueran exquisitos bombones a los que se les fuera a escapar el praliné, con la misma devoción de cada año, con el mismo respeto, con idéntico ritual y renovada ilusión.
Y es que Abel, su mago hacedor, disfruta dedicando su tiempo, su paciencia y todo su cariño a proyectar, planificar, instalar y dar vida a su belén, del que conservan figuras desde anteriores generaciones de ambas familias y en el que tienen cabida nuevas adquisiciones.
Y así, con la varita mágica de la dedicación, diseña el terreno, el discurrir del río con agua de verdad que desemboca en cascadas, los campos con sus irregularidades, los pedregales, las grutas, la plaza con fuente de cerámica por la que transcurre el chorro cristalino, las mesetas, las plantas, las macetas con flores. Crea escenas llenas de vida en las que los personajes van y vienen de sus quehaceres, se paran, conversan, compran, cuidan del ganado, ofrecen su pan reciente, arreglan los zapatos, pescan…
Día tras día va dando forma a su proyecto, cada año diferente, pues no le gusta repetir, y allá por la Constitución, lo da por terminado, pues del 9 de Diciembre abre las puertas de su domicilio al público, mañana y tarde, hasta finalizar Enero.
En su belén se puede imaginar el zureo del palomar, el piar de los pájaros en sus pequeños nidos… Sólo se oye el agua en sus desniveles. Y todo irradia mucha paz.
Al estrenar Febrero, cada pieza volverá, custodiada por el orden, a su envoltorio de burbujas, a su hueco correspondiente, a su caja numerada, empeñados en preservar la tradición para que, las próximas navidades, de nuevo, niños y adultos abramos nuestros ojos y los llenemos de brillo e ilusión.
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