Jueves, 28 de marzo de 2024
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La sociedad opulenta
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La sociedad opulenta

Actualizado 18/01/2023 08:41
Juan Antonio Mateos Pérez

Pues si deseas siempre lo que no tienes, menosprecias lo que tienes, y tu vida se ha desarrollado sin plenitud y sin encanto; y luego, de pronto, la muerte se yergue en tu cabecera antes de que puedas sentirte dispuesto a partir contento y satisfecho

LUCRECIO

El consumismo no hay que diabolizarlo, pero sí se debe abolir, porque es triste cuando la gente solo vive para alimentarlo. Hay que darles herramientas a las personas para que dejen de hiperconsumir, es nuestra responsabilidad como educadores

GILLES LIPOVETSKY

Estamos en la era del consumo porque el consumo está en la médula de nuestras sociedades. En ese consumo “vivimos, nos movemos y somos”, todos consumimos, como fenómeno complejo afecta a todas las esferas de la vida. El riesgo que tenemos no es el consumo necesario de productos y servicios, sino el consumismo como ideología que ha entrado en las entrañas de nuestro mundo globalizado. Este consumismo no se percibe como un problema universal. Podemos decir que es un modelo político sustentado en un crecimiento ilimitado que produce en los ciudadanos una sensación de que es algo bueno para todos.

El consumo es necesario, estamos hablando del exceso de consumo, para ello utilizamos la palabra consumismo, para señalar la adquisición de más productos de los necesarios por ostentación, presión social o incitación de la publicidad. Los efectos negativos no solo son sobre el medio ambiente, sino también sobre la propia persona, que se manifiesta como una carencia de valores, incomunicación, “felicidad paradójica”, enfermedad del cansancio, imposibilidad de realizar un proyecto vital y tantas otras frustraciones, que impiden crecer y desarrollarse sanamente. Esta realidad está generando un consumo excesivo de antidepresivos, drogas, incluso el aumento del suicidio.

Uno de los efectos “colaterales” de esta sociedad opulenta y consumista, es la irracionalidad de la obsolescencia programada. Todos tenemos la experiencia de no poder reparar aparatos electrónicos, desde la lavadora al ordenador, la televisión o el móvil, fabricados con componentes que tienen fecha de caducidad para que sean renovados inmediatamente. La necesidad de producir más en las llamadas sociedades del bienestar implica necesariamente consumir más. Vivimos en las llamadas sociedades de crecimiento, donde el crecimiento por el crecimiento se convierte en el objetivo principal de la economía y de la vida. El objetivo es crecer por crecer, no para satisfacer las necesidades más inmediatas. Con lo que la producción y el consumo, suscitan nuevas necesidades que se proyectan al infinito.

La sociedad de crecimiento, en sus inicios, se enfrentó al mercado generando beneficios a costa de la clase trabajadora y generando crisis cada diez o veinte años. Más tarde se buscó la vía de la expansión del sistema y la apertura de los mercados exteriores para colocar sus excedentes, abriéndose paso a codazos o cañonazos. Esta realidad vuelve a resurgir en el capitalismo moderno, imponiendo fuertes políticas de austeridad para los trabajadores. La exportación de unos supone la importación de otros, con lo que a medida que la producción aumenta y se extiende el capitalismo, el consumo se convierte en un imperativo para el mundo globalizado.

Si la producción condena al consumo de masas, también amenaza el empleo de esas sociedades. Ahí está la masiva deslocalización industrial hacia países con salarios más bajos, con lo que muchos trabajadores del mundo opulento se convierten en adeptos de subirse el horario laboral, incluso de la autoexplotación, prefiriendo ganar menos. El único antídoto para el desempleo permanente es todavía producir más y más, provocando un mayor endeudamiento. Para muchos trabajadores, siempre bajo la amenaza del desempleo, metabolizan su salario con las mercancías, reduciendo su vida a un círculo vicioso: del trabajo al hipermercado y del hipermercado a la fábrica.

La sociedad productiva exige que la lógica del consumo sea nuestro estilo de vida, generando consumidores forzosos, voraces y derrochadores. Para ello utiliza el auge de la publicidad, el crédito al consumo y la obsolescencia programada. La Publicidad se encarga de crear vínculos emocionales entre los objetos de consumo y los consumidores que generen una relación duradera, haciéndonos desear lo que no tenemos o despreciar lo que ya disfrutamos. El fin de la publicidad es vender. Pero diversas campañas nos trasmiten el mensaje, de una forma más o menos sutil, de que consumir nos hará más felices.

Por otro lado, la publicidad cada vez es más personalizada, se dirige a un público y a un sector concreto, utilizando los buscadores y redes sociales, se obtienen datos personales e información sobre los gustos personales. La publicidad inunda el espacio, las calles, los muros, los teléfonos, las televisiones, las radios, los dormitorios, nos persigue, nos agrede, nos acosa de la mañana a la noche.

El crédito al consumo se ha mantenido, incluso en los momentos de crisis. El dinero de plástico permite consumir a aquellos cuyos ingresos no son suficientes, el lema es “compre hoy y pague mañana”. Esto genera una “lógica diabólica” del dinero que reclama siempre más dinero y también una fuente de empobrecimiento frente a los créditos compuestos que hay que devolver. Es la banalidad económica del mal, vivir al borde de la deuda, necesitando lo que no tenemos.

La sociedad de crecimiento ha desarrollado el mecanismo perfecto para desarrollar el consumo y el consumismo: la obsolescencia programada. Podemos poner resistencia a la publicidad, no visitar las nuevas catedrales del siglo XXI (los centros comerciales), no pedir préstamos para consumir, pero no podemos resistirnos a que fallen nuestros aparatos domésticos de los cuales dependemos cada vez más. En estas navidades he tenido el ordenador “secuestrado” tres semanas, intentando reponer la batería interna.

Muchas veces, cuesta más caro reparar que comprar un producto nuevo. Estamos generando montañas de basura en países más pobres, de ordenadores, televisores, frigoríficos, lavavajillas, lectores de DVD y teléfonos móviles. La obsolescencia programada constituye un elemento clave de esta sociedad opulenta y consumista, el fabricante concibe el producto para que tenga una duración de vida limitada, y esto gracias a la introducción sistemática de un dispositivo ad hoc, como una pieza frágil o un chip que limite la durabilidad del producto.

Si queremos construir una sociedad más justa, humana y que tenga un porvenir, necesitamos dar un giro radical a nuestras formas de producir y consumir, posiblemente también a nuestra forma de pensar y estar en el mundo. Parece necesario organizar la durabilidad de los bienes, su reparación y su reciclaje programado. Es necesario una prosperidad sin crecimiento y una sociedad de abundancia frugal, con planes de descensos productivos siguiendo el modelo del descenso energético. Esto no implica renunciar a los avances tecnológicos, sino hacer un uso racional de los mismos, ya que anhelamos una nueva antopocosmología. No acumular tantas cosas y desarrollar más el espíritu disfrutando de la naturaleza y de los amigos, de la poesía, de los atardeceres, de la lectura, de la música, del amor, la amistad y de la vida.

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