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Carmen
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Carmen

Actualizado 18/01/2023 08:43
Raúl Izquierdo

Muy querida amiga:

Hace unos días te despedíamos en un día gris y lluvioso. La muerte te vino a buscar y esta vez ganó la partida, como suele hacer siempre en algún momento de la historia de cada persona. Te fuiste en paz y rodeada de buena compañía. Y ahora, con algo más de serenidad, puedo ordenar unas palabras y escribírtelas, como tantas veces pude hacer en estos años.

Lo primero que se me viene a la cabeza cuando pienso en ti es la palabra “madre”. Porque además de serlo, lo llevaste a gala siempre, en todo lugar y momento. Para ti era un motivo de orgullo ser madre y haber parido a tres criaturas como tres soles. Quizá fuiste una buena madre porque antes habías entendido lo que era ser hija y todos los desvelos y sacrificios que había hecho la tuya. Sí, ser madre es dar y dar y a veces recibir menos de lo que te gustaría, es gastarte y desgastarte cada día para sacar adelante a los tuyos en todos los niveles de su bienestar. Ser madre es sacrificado y encima sufres por cada sufrimiento de tus hijos. Como padre, me he mirado en tu espejo maternal muchas veces y te aseguro que he aprendido más que en libros y charlas sobre la paternidad. Como hace una buena madre, has querido a tus hijos pero las circunstancias de la vida hicieron que una de ellas tuviera que tener algunos cuidados y atenciones más especiales. Una madre sabe que a veces hay que mirar más a la hija o hijo que necesita más, aunque sigas mirando al resto de reojo. Conmigo también fuiste madre, y me hiciste sentir como uno más de tu casa desde siempre y en momentos de mi vida donde necesitaba la acogida, el afecto y el plato caliente lleno de cariño. En tu oficio de madre viviste junto a tus hijos sus gozos y sus caídas, sus alegrías y sus llantos, a veces con tanta intensidad como si te pasara a ti. Y con el tiempo, tu título de madre se fue ampliando al de abuela. Claro, el corazón que ama se ensancha y se hace más grande y eso es lo que te pasó a ti cuando fueron llegando, y cuando fueron creciendo. Tus nietos a los que tanto querías, en los que tanto pensabas, por los que tanto rezabas…

La segunda palabra que me viene es la de “disfrutar”. Has sabido gozar de muchos momentos y de muchos acontecimientos, incluso en medio del dolor, de los quehaceres o de las pérdidas. Tu oficio fue la de ser “ama de casa” como se decía antes, como lo han sido y lo son tantas mujeres. Es impagable ese trabajo, que tú hacías con resignación, algún enfado y mucha dedicación. ¿Te acuerdas cuando te tomaba el pelo por el exceso de limpieza de las cortinas, de los cristales, del suelo…? Podías haberte quedado en casa cansada y quejosa, pero lejos de eso, salías a dar un paseo, a tomar algo. Y siempre coqueta, bien peinada y arreglada, con salero y estilazo. Cualquier momento era bueno para juntarte con alguna amiga y jugar una partida de cartas, tomar una cañita con tapa, ir a una misa, visitar a un enfermo…. Has sacado jugo a la vida. Te he visto llorar de pena y también de la risa. Te he visto cantar y bailar, y lo hemos hecho juntos muchas veces. Te he visto disfrutar de tantos y de tanto. Y en ese disfrute, la gente era un punto importante para ti. ¡Cómo te gustaba hablar con unas, con otros! Hacías buenas migas con casi todas las personas con las que te cruzabas, desde la peluquera hasta la médico, pasando por el de la tienda o la dueña del bar. Valorabas mucho la cercanía de la gente y disfrutabas de una charla como un niño de una piruleta. Animabas a todos a lo que fuera, pero sobre todo a salir de la tristeza, de la enfermedad, de los problemas, aunque tú estuvieras triste, enferma o con problemas.

Y finalmente, la tercera palabra que me sale es la de “creyente”. Ay, Carmen, cuántas veces hemos hablado de Dios, de la Iglesia… En tu vida había espacio para la confianza en Dios y te daba mucha alegría participar en una Eucaristía, hacer una novena o lo que fuera, con tal de expresar tu devoción y tu fe que tanto te sostuvieron en momentos complicados donde el suelo de las certezas se tambalea cuando la vida golpea sin piedad. Pedías y dabas gracias porque sabías que eras afortunada y que la vida era un don que se te había regalado. Habías entendido que vivir la fe no es solo cuestión de ir a un templo, sino que se celebra y se vive en medio de la existencia de cada día, eso sí, reconociendo que Alguien ya nos amó primero y no deja de amarnos, pese al pecado, pese a la muerte… Tú decías a veces que no tenías estudios, pero el paso de los años y las experiencias vividas te fue dando una sabiduría que no se aprende en las universidades y sabías muy bien que las cosas importantes y esenciales no siempre son medibles o visibles.

Termino estas líneas con lágrimas en los ojos, no por no poder estar contigo, sino porque me siento muy afortunado de que nuestras historias se cruzaran un día. Tú sabes que simplemente te has ido antes que yo, pero que algún día volveremos a encontrarnos en una fiesta que no terminará nunca. De momento, me conformaré con tu recuerdo y todo lo que aprendí de tí, tratando de curar la cicatriz que me dejas en el corazón, que ya tiene unas cuantas de personas que han sido parte de mi vida.

Sigue enseñándome a ser mejor padre, mejor disfrutón y mejor creyente.

Te quiero Carmen.

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