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Las políticas, los políticos y los ciudadanos
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Las políticas, los políticos y los ciudadanos

Actualizado 16/01/2023 11:53
Francisco López Celador

Ya en tiempos de Platón y Aristóteles había personas que pensaban en los demás. Estaban convencidas de que la organización de la comunidad requería una especial dedicación de individuos encargados de establecer las normas necesarias para lograr un mayor bienestar en la población. Solían ser ciudadanos cultos, alejados de los métodos violentos, amantes de la justicia y dispuestos a resolver los problemas de convivencia.

A esa forma de organizar su vida se le llamó política y, por aplicación, a las personas que la ejercían, se las llamó políticos. Como era de esperar, había distintas formas de entender la política, que es lo mismo que decir que existían distintas clases de políticas, costumbre que ha llegado hasta nuestros días. En esa especie de filosofía de la vida que es la política existen dos polos muy nítidos: los encargados de dirigirla y los destinatarios de ella. A los primeros se les supone –que es mucho suponer- el deseo de servir desinteresadamente a la colectividad y hacerlo de la forma más justa posible. A los segundos, espíritu de colaboración, obediencia debida a las normas de convivencia y ejercer la crítica contra aquellos políticos que no cumplan con sus obligaciones.

Todo parece indicar que fueron los atenienses, allá por el siglo VI a.C. los primeros en emplear un sistema de gobierno, que era más bien una forma de organizarse para vivir en sociedad, al que llamaron democracia. Con su etimología, querían introducir una forma de gobernar estableciendo el concepto de poder del pueblo. Se suponía que era el sistema más apropiado para pequeños núcleos de población. Con todo, algo tan incipiente tenía sus defectos, porque no todos los ciudadanos tenían derecho a participar en las deliberaciones. El sistema ha ido mejorando –con algunos tropezones- hasta hoy. Ello no fue obstáculo para que alguien tan poco sospechoso de ser un autócrata, Winston Churchill, lo definiera así: “La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. Es decir, en nuestros días, bajo la capa de demócratas, se esconden políticos que están muy lejos de serlo; porque con la democracia sucede como con los automóviles, los hay de todos los precios y para todos los gustos. Basta dar una vuelta al globo terráqueo para descubrir que abundan democracias gobernadas por verdaderos tiranos.

Para no buscar demasiado, no hace falta tener en casa ese globo que existía en todas las escuelas, basta mirar al mapa de Europa y fijarse en ese país que constituye su extremo suroccidental. Efectivamente, España. Nuestra nación, que no es de las más depravadas, tuvo que esperar hasta finales del siglo XX para estar gobernada por una democracia propiamente dicha. Los intentos anteriores fracasaron. Cuando no ha pasado ni medio siglo, todo nuestro gozo en un pozo. ¿Churchill estaría pensando en España cuando pronunció su famosa frase?

A pesar de todas esas Memorias catalogadas como democráticas, la izquierda está empeñada en considerar como tal la etapa de nuestra Segunda República. Puede quedar algún incauto que se lo haya creído, pero los que sí saben que no lo era son los que la dirigieron y, sobre todo, los que la sufrieron. Se cargan las tintas contra la posterior dictadura, pero pasan de puntillas sobre los gravísimos desmanes cometidos durante su vigencia; aunque algún dirigente –por desgracia, no muchos- reconocieran posteriormente su grave error. En aquel Frente Popular de infausto recuerdo tuvo destacado protagonismo el Partido Socialista. Propició más de una insurrección saltándose a la torera su propia Constitución y olvidando por completo la independencia de los poderes del Estado. Esa Historia “asimétrica” que quiere enseñarse a nuestros niños es lo menos ajustado a la realidad. Como hace con la democracia, la izquierda se ha inventado otra pedagogía a su medida, capaz de presentar como blanco lo que tuvo el color del carbón. Reconozcámoslo, es más avispada que la derecha.

Con la llegada de la Constitución del 78, volvimos a convivir partidos que presumían de “pedigrí democrático” con los calificados peyorativamente como de extrema derecha, cuando no fascistas o ultra católicos. Es cierto que, unos y otros, tuvieron el acierto y la nobleza de condescender hasta limar las asperezas que imposibilitaban el necesario consenso. El “alto el fuego” duró menos de lo deseado. En la alternancia de poder entre PSOE y PP, la derecha se esforzó en mantener las formas – a veces, demasiado ingenuamente- mientras la izquierda aprovechó para “barrer para casa”. Unos buscaban personas idóneas para ocupar un cargo, y otros se apresuraban para destituir a quienes había nombrado la oposición. Consecuencia directa: la derecha siempre se encontró más de un Caballo de Troya, y sigue picando en el anzuelo.

Para no perder la costumbre, el actual PSOE, es decir, Pedro Sánchez, acaba de poner un rejón de muerte en lo alto de nuestra renqueante democracia. Haciendo gala del más rebuscado cinismo, no conforme con incumplir todas y cada una de las promesas anunciadas en el momento de asumir el poder, ha dado los pasos necesarios para monopolizar en su persona todos los poderes del Estado. Con uno de los menores números de diputados logrados por un partido, ha sido capaz de formar gobierno a base de conceder a los partidos que se declaran contrarios a nuestra Constitución, o acérrimos independentistas dispuestos a poner en marcha una nueva DUI, todo aquello que exigían para darle sus votos. Una vez conseguido, Sánchez ha podido bordear la Constitución para hacerse con el control de todas las instituciones que tienen como misión contrarrestar los abusos del poder político. La última maniobra del TC servirá para garantizar durante nueve años que toda impugnación de la oposición sea derrotada en las instancias superiores, con el respaldo de los mal llamados jueces progresistas. Parece ser que lo del Poder Judicial Independiente es papel mojado. Ahora los magistrados se dividen en conservadores y progresistas. Se ve que, a pesar de haber formulado su declaración de independencia para ejercer el cargo, hay algunos que la han olvidado y prefieren mancharse la toga e imitar a la mala mujer del César.

Los ciudadanos que, con independencia de su adscripción política, se sientan verdaderamente españoles, que defiendan nuestra unidad, que no quieran ser gobernados por personas sectarias que pretenden hacer de este país uno más de los dominados por la extrema izquierda -¿o es que este gobierno no lo es?-, donde se pretenda igualarnos por abajo, donde todo el mundo se apriete el cinturón –menos los dirigentes, se legisle para favorecer a los delincuentes, se castigue la propiedad privada, se endeude la sociedad y se puentee la ley, sólo lo conseguirán cuando el gobierno actual, y todos los que le apoyan, deje de estar en mayoría; cuando los que están conformes con actual estado de cosas sean menos que los que lo rechazan.

A todo esto, la derecha sigue estando en babia. En lugar de aunar esfuerzos, prefiere ponerse la zancadilla para que se haga realidad el desastre que se nos viene encima. Si en el 78 los partidos políticos de uno y otro bando fueron capaces de ponerse de acuerdo, cediendo en sus peculiaridades para hacer realidad el credo del político que dice servir a todos los españoles, ahora no hay excusa para que lo hagan todos los españoles de bien. De lo contrario, serán responsables de nuestra hecatombe.

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