Los planetas, obedientes a este principio como unos frailes capuchinos en su convento, acuden a su ejercicio de las horas en una órbita devota suspendida en el espacio invisible de la existencia sin dilación.
Algunos autores hablan del contexto en torno a la lectura de una obra literaria. No ponen el énfasis tanto en el libro en sí como en las circunstancias cuando se leyó. Esto valdría, creo, para todas las cosas de la vida. Los objetos no solo cuentan con su materialidad y su sustancia únicas e intransferibles. Un libro de Octavio Paz Cuarenta años de escribir poesía en mi escritorio no concluye en la circunferencia de su ser su existencia en el mundo. Cuando lo veo pienso en mi amigo Gustavo Leal Fernández, amigo de toda la vida de mis papás, quien me regaló ese volumen junto con el exquisito libro de poesía de otra autora destinada a aparecer en todas las antologías, Rebeca Leal Singer, Oscilo entre ver mi teléfono y verte a ti. El libro de Octavio Paz es, entonces, la presencia de Gustavo en mi día a día al escritorio.
Pienso en otro libro ahora cuando redacto nuestra columna. Fiódor Mijáilovich, Los hermanos Karamázov, traducción de Augusto Vidal. Ese tomo me lleva a no sé 30 años atrás, cuando lo tuve en las manos por vez primera en la casa de mis abuelos maternos. Recuerdo el tono de la luz esa tarde, similar al de las fotografías no digitales del pasado, desgastadas por el tiempo. Algo cobriza, algo cárdena u opalina esa luz cae todavía sobre mis ojos fijos en la escena. Y el sillón por supuesto. Uno de tres plazas junto a una puerta de metal roja. Al fondo, en la cocina, terminaban de hornear un panqué de zanahoria. Ese libro, que no he terminado de leer aún, como el de Paz, está en mi escritorio, dormido en el sueño de sus palabras mudas al interior de las hojas no perturbadas.
La fotografía acompañando el escrito nos lleva a Suzhou, al este de China. China, yo lo pude comprobar con mis propios ojos, sí existe. Esos libros de las Grandes Épocas de la Humanidad, como los de Time-Life, sí hablan de cosas de verdad cuando escriben sobre ese país del Oriente. A veces uno da por sentadas cosas, como la existencia de los planetas, Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón. Todos hemos leído cosas del Cielo con mayúscula, del Infierno. El caso es que esas cosas sí existen. Con el caso de China, como les digo, yo lo atestigüé. Diario caminaba a un costado de ese canal para ir a la universidad donde trabajaba o para regresar de ella cuando terminaba mi trabajo y reposaba en el silencio de mi domicilio.
Ahora, entonces, veo esa imagen y hago de tripas corazón por el recuerdo acumulado en mis entrañas de esas tardes cuando tomaba té con las personas de Suzhou y cortésmente me excusaba para no aceptar sus cigarrillos ofrecidos. El mundo cobra un valor nuevo cuando lo hemos domesticado. Años atrás, más años atrás de mi estancia de casi tres años en Suzhou, retrocediendo en el tiempo hasta un 2023 más o menos, recuerdo una conversación con un sacerdote en la sacristía de una iglesia sencilla en el Pueblo Mágico Coatepec, Veracruz. Entre otros autores europeos, el presbítero me mencionó al autor de El Principito. Pues lo del zorro aquí se cumple. Ese canal de Suzhou no resulta un canal más entre otros, yo lo domestiqué, así como el me domesticó antes a mí, y ambos nos necesitamos el uno al otro y somos únicos de manera recíproca. Otras personas como mis papás hablan sobre esto como hacer huesos viejos.
Constantemente, de una manera u otra, buscamos asideros a los que aferrarnos. Muchas veces intentamos echar mano de ellos en el interior de uno. Necesitamos esa suerte de suelo firme por donde caminar. En ocasiones, se refleja bajo la forma de la idea de la pertenencia a algo. Clarice Lispector, la autora del país homenajeado por su jugador de fútbol Pelé, lo ha puesto de relieve en su ensayo “La soledad de no pertenecer”. Ella misma, dotada de un vigor y un carisma incontables, a menudo se cuestionó a qué lugar pertenecía y no pocas veces enfrentó crisis derivadas de su saberse no inserta en una estructura de identidad grupal donde su persona pudiera encontrar su cumplimiento en el ser.
El mundo que vemos, de manera ineludible, refleja un pasado en camino a un presente todavía. Apreciamos no lo que será, no lo que se encuentra camino aquí; el sistema de la percepción juega un entramado suigéneris en relación con nuestras experiencias existenciales, no se devela a la primera de cambio. Apreciamos, entonces, lo que todavía sigue siendo a partir de un pasado en construcción aún. Algo de esto nos lo enseñó Stefan Zweig en su “Resurrección de Jorge Federico Händel”, dentro de sus Momentos estelares de la humanidad. No en su lecho de muerte, pero sí en un momento de abatimiento físico y mental, el músico alemán-inglés encontró en el libreto de Jennens para su Messiah el reflejo de una fe cifrada en toda una vida avocada al culto de la belleza y la música.
Existen cosas sin necesidad de explicación. Solamente están ahí a la vista ya sea de los ojos o del corazón. Esas verdades, sin embargo, merecen un tratamiento debido cuando se aborda la tarea de compartirlas con los demás. Ese examen puede comenzar dentro de uno mismo, en el instante cuando nace el impulso de la confesión al otro. Y su duración quizá se alargue un tiempo más allá del presente. Esto nos lo dijo Luis Rosales en sus “Palabras para algo más que un dolor”… “Tal vez sólo es posible que podamos amarnos mientras que dura un beso / o si se quiere una ardentía / que, poco más o menos, es una lástima de incendio, / quizá una lágrima de incendio, / y no puede vivir sino acabándose, / como la duración de una palabra sólo nos dice su verdad cuando está terminada / y deja su memoria en el oído”. La verdad, desde la Iglesia (San Agustín) hasta los poetas en lengua vulgar (Dante), no ha dejado de encontrarse emparejada con la felicidad y con un deseo no saciado, con un reposo austero también. Sus caudales muchas veces desbordan la capacidad de la razón y la sinrazón.
Una columna literaria, examinada bajo esta perspectiva, denota una trayectoria vital, no siempre en condiciones de anticiparse, ni de comprenderse a cabalidad. La transformación se encarna en nuestro devenir llevando la sustancia de nuestras personas ni no a otra sustancia sí al menos a otra forma distinta a la anterior. Pero la transformación, de manera inexplicable, no consiste en un mecanismo operado a voluntad. Todo lo contrario, sucede cuando deja de buscarse y el sujeto, mediante una negación espiritual, se avoca al retorno a su origen. El cultivo del alma nos conduce a ese jardín. El conocimiento labrado con paciencia y desinterés nos acerca a ese recinto más noble de las moradas teresianas. Los espejos de los ojos, entonces, reflejan un contorno distinto, reportando para quienes miran a esa persona un algo no visto hasta entonces. La voz del alma emerge por el trato de las manos, por la escucha de la voz, por el objeto de la mirada en ese rostro transfigurado. Rilke, me parece, asimilaba esta poética a la expresión de una rosa.
La estética de un escrito se encuentra en condiciones de responder a criterios de belleza desprendidos incluso de su contenido, me aventuraría a decir. La amplitud de su volumen la veo en su capacidad para abrazar como un Cristo en la cruz el horizonte de la experiencia mística de las cosas sencillas y ordinarias. En esas ocasiones, como cuando la luna se llena de la luz del sol y no se ofrece disminuida a la vista, el sueño de otra vida emerge de un lugar donde no sabemos.
La palabra poética en unos casos, la artesanía, el trabajo de oficina, el hogar en otros, la manera que tuvo el hado para encontrar un pretexto existencia debido al equilibrio de nuestras personas en el siglo, varía. La escultura ha sido para otros la manera de transformarse en su destino, la música, la ingeniería, la mecánica. Yo creo en esta dimensión nueva del ser donde por medio de la obra de sus manos uno deja de ser quien es y se vuelve otro. También creo en el otro como un medio (¿o el medio?) para el encuentro con uno. Ahí se encuentra el asidero o la noción de pertenencia buscados aquí y allá en algún lugar del orbe. El Messiah de Händel, al cabo de una vida consagrada a un sacrificio. La verdad de todos los tiempos. Clarice Lispector. La flor de la poesía y el amor. El ser humano.
Nuestra columna, andando los años, será esa joya de la literatura compartida con nuestros seres queridos. Le diremos a esos familiares, a esas amistades, debes leer el Ensayo sobre la poesía. Ahí lo encontrarás todo. Su autor, una persona modesta por naturaleza, en voz baja, nos dictó una cátedra de gramática, sintaxis y verdad. Estudia ese escrito. Examínalo. Mira cómo hizo de la lengua un ser nuevo donde la vida palpita como en el primer día de la Creación. Adán, recostado en su árbol, degustando los frutos de su jardín, se recreaba leyendo este ensayo. Cogía las partes de poesía y se las susurraba a Eva haciéndolas pasar por suyas.
La lectura del libro del Génesis, por consiguiente, me hace pensar en mi columna. Yo leo en el Libro “El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo” y yo veo a Adán llevando bajo su brazo nuestro escrito. No en una tableta, sino impreso y encuadernado, me parece atisbar. Él mismo, de habernos conocido, habría dicho en su lengua del Edén, sí, mis amigas y amigos, lectores de la columna de Juan Angel Torres Rechy. Y nosotras y nosotros en este siglo, claro, lo habríamos invitado a tomar un pinchito cualquier tarde de sábado, o lo habríamos invitado a un té si nos encontráramos en Suzhou. Ahí junto a ese canal humilde y manso le habríamos tendido unos cigarrillos para mirar si los aceptaba o no. Para Eva habríamos dispuesto un vino amarillo, noble. También los habríamos vestido, pues ellos habrían venido de años anteriores a la Caída donde nosotros seguimos dando tumbos.
El mundo en su aspecto esférico nos instruye en una pedagogía del entendimiento de las cosas de una forma circular. Todo vuelve a su punto de partida. El regreso acude a nosotros cuando nos movemos adelante y avanzamos a él. Todos los ciclos naturales reflejan esta condición ontológica. Las personas mayores en su aproximación a los recién nacidos cobran una perspectiva nueva de algo conocido de sobra y aún no concluido. Los rasgos de sus propios rostros los descubren en los rostros de su descendencia en crecimiento. Los planetas, obedientes a este principio como unos frailes capuchinos en su convento, acuden a su ejercicio de las horas en una órbita devota suspendida en el espacio invisible de la existencia sin dilación. Todo esto, por supuesto, no lo pondré de manifiesto como poesía. Solo lo dejaré tal como está en esta estrofa menguante. Por último, les comento algo más. Tengo copiados algunos poemas de Eva y Adán. Los escuché cuando la brisa de un día de verano los dejaba caer en el sonido armónico de un paseo despreocupado entre los toros y las vacas de ese año cero suyo. Otro día les compartiré alguna pieza aquí.
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