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De película
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De película

Actualizado 13/01/2023 09:56
Mercedes Sánchez

No se puede entender cómo es posible ir caminando con esos tacones tan altos, tan finos, tan elevados que parece que alguien los ha estirado como un trozo de plastilina hasta dejarlos tan agudos como un silbido, como una palabra dicha con una voz afilada, como un punzón que no se sostiene apenas en el suelo de las aceras pero mucho menos en la tierra mullida y acogedora, en la hierba, en terrenos amables y receptivos. Y qué decir cuando hay que correr (en las películas siempre hay que salir huyendo de un malhechor, de una pirada, o ir detrás de un amor, detrás de un hijo, de un autobús o de un tren que, supuestamente, nos cambiará la vida…). Me gustaría ver esas mismas pelis, con sus protagonistas volviendo a casa cargando con bolsas de compra del súper, rodadas en las calles de Toledo. Con sus adoquines de formas irregulares pero pulidos en su superficie. Con sus cuestas. Con esos mismos tacones como estiletes. Y con lluvia. (Imposible: Patinaje “artístico” sería). Ninguna actriz, por buena que fuera, podría con algo así. Por tanto, benditas cajas de zapatos, benditos bajos de armarios y benditos zapateros que albergan entre sus puertas abatibles pares relucientes, brillantes, que deslumbran, con sus suelas perfectamente impolutas y sus empeines destellantes. Que duerman el sueño eterno (de otro año, al menos), en las viviendas de los mortales.

Y qué decir de ese afán desorbitado por todo tipo de manicuras, absolutamente ortopédicas, que impiden hacer cualquier actividad normal y cotidiana (para que no se desconchen) y poder poner posturas totalmente imposibles y antinaturales con el único afán de que se vean en las mil fotos iguales que se hacen cada día. Ahora abrazando pero con el cuerpo como de medio lado y con las manos en extraños arabescos para lucir los apéndices, largos, extralargos y mega, escasamente posados sobre el hombro de la persona a quien pretendidamente se está estrechando. Luego, simulando mostrar sorpresa en un aspaviento descomunal como para tapar la redondeada boca con los dedos pero sin ocultar el contenido de una barra entera de carmín depositada minutos antes sobre los labios… ¡Hay tantas variantes!

Tampoco acabo de ver lo de esas cejas absolutamente gemelas, clónicas, exactamente idénticas a todas las demás cejas del universo, formando parte de un mismo diseño de la cara, igual, a la milésima de milímetro, a casi el cincuenta por ciento de las facciones de los rostros que habitan el mundo: los mismos pómulos, con el mismo relleno; óvalos completamente calcados que me hacen difícil reconocer a las actrices o cantantes si previamente no he oído su nombre… (También ocurre, a veces, con algunas personas de a pie). Ese afán desmedido por ser igual a otros. Por tener los mismos cepillos de barrer como pestañas, que suben y bajan a cada palabra, cuánta luz impiden que llegue a los ojos, cuánta sombra innecesaria confieren a la mirada al ser tan desproporcionados.

El mundo, pretendiendo ser sofisticado, se vuelve cada día más antinatural. Y, sin darse cuenta, se va convirtiendo en esclavo de sí mismo. De sus propios artificios.

Me gustan las caras llenas de vida, que muestran sus rasgos únicos, diferentes, distintivos y distinguidos, en las que pueden leerse las risas, las alegrías sentidas, lo que han sufrido y amado, los labios que sonríen y se expresan, que hablan y comparten, que tienen movimientos naturales que siguen a los músculos que participan, formando todo parte del mismo baile: el de las vivencias reales, de carne y hueso.

Caras que acompañan gestos auténticos cuando algo nos apasiona, nos sorprende, nos cautiva, nos implica, nos enamora, cuando algo nos hace, verdaderamente, vibrar de emoción.

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