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Recuerdos de la infancia
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Recuerdos de la infancia

Actualizado 12/01/2023 16:13
Isaura Díaz Figueiredo

La casa estaba poblada de espejos. Los había de todos los tamaños y formas imaginables y estaban colocados en las paredes, puertas, sobre los muebles, en los rincones y aún dentro de la cocina. Nadie se ocupaba de limpiarlos, de modo que habían adquirido el velo inequívoco que otorga el tiempo a los objetos que se empeñan en desafiar su paso. Algunos habían perdido, parte del plateado transformándose en laberintos en los cuales apenas se reflejaba la luz escasa que entraba por las ventanas. Semejaban los “Esperpentos de Goya”

Chusy no los miraba, a pesar de que no podía ignorar su existencia pasaba rápidamente a su lado, como temiendo quedar presa en alguna de las imágenes que la observaban.

Ese día, como todos, deambulaba recorriendo los pasillos, arrastrando las viejas chinelas y el ajado vestido de tejido indígena, que colgaba de su cuerpo rozándole los tobillos. Cuando pasaba por la sala se quedó un momento mirando el suntuoso piano de cola, ahora oculto bajo un manto de polvo, cubierto de encaje desdibujado. No eran si no las huellas que habían dejado sobre él las patas de Iría, que dormía su eterna siesta en la butaca recubierta de pasamanería.

Se dirigió a la cocina con la decisión de quien cumple con un ritual ineludible. El ambiente tenía el mismo olor a acre que el resto del caserón; mezcla de humo a cigarrillo, café y té.

Buscó una cerilla y con trabajoso ademán encendió el hornillo y puso a calentar la cafetera. Se sirvió una taza del sucedáneo, encendió un cigarrillo y se dirigió al estudio. Allí estaban sus telas, sus pinceles, sus pinturas y un sillón con gran respaldo que alguna vez había sido verde, o tal vez azul…nadie lo recuerda. Tenía tachones dorados y grandes borlas desgajadas del fondo de pasamanería. Un alma destructora los había arrancado El suave y delicado mullido a almohadón de plumas de ganso la arrullaba, cada vez que se reclinaba la espalda en el sofá.

Un mechón de pelo se había soltado del maltrecho peinado con que había pretendido ordenar el cabello esa mañana. No había forma, sus manos temblaban y las horquillas se clavaban en el cuero cabelludo, pero la mata áspera y desteñida en que se había convertido su cabeza no quería responder a las exigencias de ningún peine o cepillo.

Tampoco le importaba demasiado, era un gesto mecánico, aprendido hacía mucho tiempo, cuando su madre insistía en cepillar su cabello dorado todas las noches cien veces. Hoy terminaría el cuadro, se lo había propuesto. También se lo había propuesto firmemente el día anterior y el otro y la semana pasada y el mes anterior...

Hoy sería el final, estaba decidida. Tomó uno de los pinceles y un paño endurecido por la pintura reseca, intentó limpiarlo. El pincel estaba inflexible, sus cerdas se habían doblado. Buscó el disolvente, sacudió en vano la lata, no había ni una gota. Después buscó los pomos de color que estaban dispersos sobre una mesa, retorcidos, como pequeñas anguilas. Los apretó uno por uno y tuvo que admitir que la pintura se había evaporado. Tal vez mañana, si decidía salir, compraría aguarrás y quizás algún pincel y varios tarros de colores. Sí, era mejor dejarlo para mañana, se dijo, olvidando que el día anterior había pensado igual.

Salió de la habitación y cerró la pesada puerta que se quejó lastimeramente, espantando al minino blando y negro que se refugió tras la cortina del pasillo, presintiendo alguna posible catástrofe se acercaba.

Encendió otro cigarrillo que quedó pinzado de su boca balanceándose peligrosamente al ritmo de su caminata. Entonces recordó que los espejos la miraban; en el pasillo los tenía muy cerca, era necesario darse prisa y llegar al dormitorio, en esa zona estaría a salvo –pensó.

Apuró el paso, tropezó con un trozo de alfombra persa apolillada que asomaba de una de las habitaciones. Casi corrió, como pudo, sorteando todas las puertas que permanecían cerradas, porque uno nunca sabía cuándo se podían abrir. Llegó a su cuarto y sintiéndose a salvo cerró la puerta y se sentó en el borde de la cama, agitada, a recuperar el aliento. En ese momento una idea la sobresaltó, detrás de la puerta había otro espejo más, tendría que dejarla abierta para no verse reflejada en él. Se levantó y rápidamente abrió, con los ojos cerrados, una de las hojas. Regresó y buscó debajo de la almohada un álbum de tapas de cuero con letras -que habían sido doradas en su tiempo- , y despacio comenzó a dar vuelta las hojas. Una tras otra fueron apareciendo las viejas fotos amarillentas que construían su historia. Su padre y su madre cuando se casaron. Sus hermanos jugando en el jardín junto a la fuente. Una cena familiar. Su fiesta de 1 de agosto. El jardín iluminado durante la Navidad. Unas vacaciones en el mar. Su primera exposición de pintura...

Cerró el álbum violentamente y lo volvió a poner debajo de la almohada. Se quedó inmóvil durante varios minutos, el último cigarrillo que había encendido se consumía dejando caer las cenizas sobre la falda arrugada, que tenía varios orificios producidos por las brasas que solían caer sobre ella.

Repentinamente se levantó; era la hora de la próxima recorrida. Ahora debía ir hasta el comedor, se dijo, ése era el tramo más peligroso porque los espejos se enfrentaban unos con otros, multiplicándose hacia el infinito y era muy difícil eludir sus imágenes engañosas que podían confundirla.

Ella sabía muy bien lo que ellos pretendían y no iba a permitirlo de ninguna manera -Así estaba bien, así estaba bien-..., se decía, mientras comenzaba a apurar el paso arrastrando la suela de las chinelas, hasta llegar a la puerta. Esperó unos permanecidos y salió al corredor, no sin antes cerrar rápidamente la hoja que había quedado abierta. Ya con los que había afuera (los espejos eran el último reducto para mis hijos). Era suficiente, no preciso que se escaparan los de su dormitorio.

Se encaminó hacia la amplia habitación que había sido hecho comedor de la familia, pasando primero por la cocina donde la cafetera humeaba consumiendo la última gota de café que había quedado en ella. Tomó la taza que se le pegaba entre los dedos, volcó en ella el contenido y siguió su camino. Se detuvo antes de entrar, calculó los pasos que había hasta la amplia puerta que daba al parque, tomó impulso y dando pasos cortos pero rápidos llegó sin mirar hasta el otro extremo, abrió y salió. Ahora estaba a salvo, miró a su alrededor, tendría que ocuparse un poco las plantas, y comenzó a acomodar de menor a mayor las macetas latas grandes y pequeñas, con restos de barro en su interior, que cubrían la terraza que separaba la casa del jardín. Sus manos iban y venían con movimientos precisos, escarbando, apisonando, quitando hojas, cortando flores, regando y abonando imaginariamente los inútiles recipientes de su locura.

Ya no había plantas, ni flores, ni siquiera césped. El maravilloso jardín de otros tiempos, que despertaba la admiración de todos los que visitaban la casa, se había transformado en un páramo desierto en algunos sectores, y en otros, una verdadera selva cubría los vestigios de una época dorada y señorial.

Se estaba haciendo de noche y seguía con expresión embelesada moviéndose entre esos viejos testigos como un duende tragicómico y patético.

Agotada por su febril actividad, decidió volver a entrar, más tranquila, porque de noche y en la oscuridad (nunca encendía las luces) los espejos no podrían verla. Se sentó junto al ventanal y se quedó mirando el cielo estrellado, mientras escuchaba la suave música que de algún lugar de su memoria, surgía a esa hora llevándola otra vez a los años de su juventud, cuando esos ambientes ahora lóbregos y saturados de olor a humedad, se transformaban en salones luminosos donde se lucía toda la sociedad de la época, en veladas inolvidables de raso y terciopelo, de jóvenes elegantes y muchachas espléndidas, que bailaban al compás de la magnífica orquesta los ritmos que imponía la moda. Durante esas noches de vigilia también se remontaba a los viajes, a países remotos y exóticos que tanto la habían fascinado. A su padre le gustaba viajar y la llevaba siempre con él. Ella volvía de esos peripolos llenos de misterio con la mente cargada de colores y paisajes que después plasmaba en sus lienzos.

—Así estaba bien, así estaba bien, repitió para sí misma como una letanía...

Siguió viajando al interior de sus recuerdos hasta el anuncio del alba, en ese momento la claridad que comenzaba a insinuarse en el horizonte le mostró brevemente la realidad que la rodeaba.

No existía el jardín, el gran ventanal era apenas un esqueleto desprovisto de cristales, los muebles del comedor habían desaparecido en su gran mayoría, solo quedaba el sillón desvencijado, un viejo aparador y los espejos que cubrían las paredes. Las cortinas eran apenas unos trozos de tela deshilachada y amarillenta y el viejo piso de madera carcomido por la polilla ya no ostentaba el magnífico lustre de otras épocas. Se miró las manos y descubrió en ellas las huellas de la vida; entonces se dio cuenta de las uñas toscas, la piel reseca y arrugada, las viejas chinelas y el arrugado vestido de sus días de bohemia. Cerró un momento los ojos, respiró profundamente y volvió a buscar con la vista las estrellas que comenzaban a desaparecer.

La mañana la encontró así, mirando sin ver el cielo, mientras a sus espaldas su figura se repetía y multiplicaba una y otra y otra vez, infinitamente,hoy, hasta perderse en lo más profundo de los espejos del salón sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo

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