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La fe: entre la duda y la esperanza
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La fe: entre la duda y la esperanza

Actualizado 12/01/2023 10:39
Fermín González

"La fe se refiere a cosas que no se ven, y la esperanza, a cosas que no están al alcance de la mano"

(Santo Tomas de Aquino)

"Nos hemos de liberar de la falsa idea de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy"

(Benedicto XVI)

Los fastos programados, junto a las ceremonias que han protagonizado en el Vaticano con motivo del fallecimiento del anterior Papa Benedicto XVI: Siempre nos hace reflexionar sobre los asuntos de la Fe. Contemplando -como digo- las exequias producidas, y, en que todas las Iglesias, sacerdocios y monarquías han lucido los mejores lutos para asistir a dicho funeral.

Mi experiencia religiosa comienza, a lo que recuerdo, con las inolvidables y frecuentes funciones de culto católico en la sombría iglesia parroquial. Desde que tuve uso de razón mis padres -católicos -sin excesos- se preocuparon de llevarme a cumplir con el rito dominical, después comunión, confirmación, la ceniza etc. Pero lo que más grabado quedó en mi conciencia infantil fueron las grandes escenificaciones del ciclo litúrgico: Navidad y Semana Santa. En esto de la escenificación pocos rivales tendrá la Iglesia Católica. Con el paso de los siglos ha sabido seducir con atractivo sensorial de primera calidad. Los cinco sentidos resultan sacudidos por la emoción. La vista con la liturgia de las ceremonias escenificadas en el templo. El olfato, con el penetrante olor del incienso. El oído, con la maravillosa creación de la música sacra. El tacto, con el roce monótono y subyugante de las cuentas del rosario. El gusto, con el inefable contacto físico y místico a la vez de la hostia consagrada. Todo lo experimenté y de todo guardo imagen indeleble en mi memoria.

Pero, sin duda, lo que más huellas dejó en la hoja en blanco de mi mente fue esa pedagogía, mal llamada educación, que consiste en el adoctrinamiento y sutil esclavitud ideológica en los maravillosos años de la formación. Una “verdad” impuesta por la autoridad de los mayores, inyectada a presión en la conciencia virgen, sin posibilidad de réplica, ni siquiera involuntaria, por el sumiso respeto de quien se sabe inferior.

Comprendo que este ambiente religioso ha sufrido una notable evolución en las últimas generaciones. Conforme fui creciendo y viajando, no dejó de sorprenderme bastante la realidad urbanística de cuantas poblaciones visitaba. Todas ellas se habían desarrollado alrededor de una iglesia, que solía ocupar siempre el corazón del pueblo, destacando como la edificación más importante y ricamente construida, resistente al paso del tiempo, con notable ventaja a castillos, palacios, casonas y centros cívicos, no sólo por su tamaño y grandeza, sino, de ordinario, por su buena conservación.

En los pueblos de España podrán faltar edificios públicos de autoridad civil, de recreación o de enseñanza, pero nunca una iglesia, con su torre dominadora y vigilante sobre el resto del caserío. Nada diré de las ciudades de mayor población, con su catedral, colegiata, monasterios, iglesias y conventos, todos ellos edificios de singularidad y valor artístico extraordinario, en comparación con las demás edificaciones. Pocos palacios civiles hay que puedan competir en arte y riqueza decorativa con un retablo barroco de cualquier pueblo perdido en los bellos rincones de la geografía española.

En una familia católica nací, en una ciudad y en un país de confesión católica me crie y jamás pensé dejarme subyugar por ninguna otra confesión religiosa. Pero el hombre propone y Dios dispone, máxima que vale tanto para un roto como para un descosido. Este breve relato, íntimo y reflexivo sobre las dudas de mi Fe, no me produce ninguna alegría interior, contra lo que pueda parecer, pero puedo responder, que el descubrimiento que condiciona nuestra vida, sobre todo la absurda noción de pecado, con que nos intimidan los predicadores del bien, causantes de no pocas aberraciones, y abusos hipócritas casi siempre, cuya impuesta autoridad es el más pesado lastre que ha de soportar el librepensador dueño de su cerebro, de su intimidad y de sus creencias.

Tardé en aceptar la existencia de otras religiones, que el cristianismo no era la única propuesta de solución al misterio de la existencia y que era imposible, por tanto, que fuera la única ‘religión verdadera’; que los milagros, presentados como la prueba definitiva de la verdad del catolicismo, no eran privativos de los santos cristianos, ya que también había santos milagreros y prodigios inexplicables en las demás religiones; que la libertad de culto, sin la cual no hubiera prosperado el cristianismo en el mundo romano, había sido negada, incluso con derramamiento de sangre, por el cristianismo posterior; que los papas y obispos, autoconvencidos sucesores de Cristo y de sus apóstoles, lejos de haber llevado una vida digna del fundador, sirviendo de modelo a sus fieles, habían sido en algunos casos grandes pecadores, ávidos de poder, avariciosos, lujuriosos, violentos, hipócritas y traidores a su supuesta fe.

Mucho más impactante fue mi descubrimiento de algo anterior, fabulosamente misterioso y seductor, como la historia milenaria de Egipto, donde los faraones no sólo tenían contacto directo con la divinidad inventada, sino que ellos mismos se autoproclamaban dioses. ¿Qué son los dos mil años de cristianismo al lado del Egipto faraónico, diez veces más antiguo? La consecuencia inmediata no puede ser otra, para un librepensador, que el hacerse cuestión de todas las enseñanzas recibidas en materia de religión. Si todas las religiones cumplen idéntica misión en la sociedad humana, no hay por qué considerar la mía como la verdadera, ya que las hay más antiguas y con mayor derecho de primacía. Y como todas no pueden ser verdaderas, ¿hay que deducir que todas son falsas?

Soy católico porque nací en un país y una familia católica. Si hubiera nacido en una familia budista, ésa sería mi religión, a la cual tendría por verdadera. Lo mismo vale decir de las demás religiones. Conforme avanzas en la edad de la razón, todo se relativiza y la duda penetra en el ánimo, sin hallar respuestas satisfactorias. Lo que sí pueden hacer las religiones -y, de hecho, casi todas hacen- es ayudar a sobrellevar las miserias de la vida, con una esperanza que, no por incierta, deja de ser un gran consuelo individual y colectivo. El misterio de la trascendencia, que comparten todas las confesiones, resulta beneficioso para el creyente, que necesita huir de la nada y sentirse un ser para la eternidad... Y, en esas estamos.

Fermín González, salamancartvaldia.es, blog taurinerías

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