Como en España la Navidad tiene prórroga hasta el seis de enero, me van a permitir ustedes un relato navideño, para compensar la lejanía kilométrica y la escasez de roscón.
Jueves 22 de diciembre, una tarde de perros de esas que los vientos del norte nos regalan por aquí; vientos acompañados de lluvia que cae en diagonal tumbada y hace inútil el paraguas. Compras navideñas de última hora en una de mis librerías de cabecera donde la cola para pagar en la caja es más larga que un día sin pan. Detrás de mí, una voz femenina susurra “desde luego, menuda ocurrencia la de venir hoy”. Servidora, totalmente identificada con la impaciencia y el error cometido por la señora en cuestión, se vuelve dispuesta a pegar la hebra con ella, como hago en las muchas colas de supermercado que me trago y donde nadie me habla; la dama resulta ser un rostro archiconocido que está, ella misma, también ultimando sus compras navideñas.
Le doy la razón en la mala ocurrencia de venir a la enorme librería tal día como hoy y veo que lleva, entre otras cosas, un par de mangas japoneses: “son para mi hijo, que es disléxico y poco lector”, cosa con la que también me identifico: “señora, no me lo cuente, yo también tengo una hija disléxica y poco lectora”. Carga con un libraco grande de vistas panorámicas de Bruselas (un compromiso probablemente) y algunas bagatelas más de esas que compramos en Navidad de forma poco reflexiva. Cuando se percata de mi acento español, me comenta su amor por la literatura latinoamericana; buena gana de explicar que soy española de España y que también tenemos una gran literatura, no viene al caso. La señora, algo más joven que yo, bien arreglada, rubia y cercana al metro ochenta, es muy amable y tiene ganas de conversación literaria, y eso me permite recomendarle la traducción al francés de “El olvido que seremos” de Héctor Abad Faciolince, que en ese momento está en una estantería a nuestro alcance según avanza la cola. “Si le gusta la literatura latinoamericana, debe usted leer a Faciolince” me permito añadir, y ella me confiesa que en este momento del año anda un poco escasa de tiempo, pero que toma nota.
Mi elegante y altísima contertulia, va acompañada de una joven bastante más baja y con cara de pocos amigos que tiene pinta de haber leído poco y de estar aburriéndose como una mona en esta fila que discurre entre estanterías repletas de libros de los que nosotras vamos hablando, porque coincidimos en la lectura de varios de ellos: al pasar delante de los de Annie Ernaux (último premio Nobel) cojo uno y ella aprovecha para decirme que ha leído varios y me los recomienda. Hablando de García Márquez, llegamos a la caja donde se liberan dos al mismo tiempo, pagamos nuestros libros, nos los envuelven en papel de regalo y nos despedimos en la puerta deseándonos feliz navidad. Yo tengo que pegarme una carrera bajo el azote de la lluvia hasta la boca del metro cercana y a ella le espera un coche oficial. Hasta ese momento éramos dos madres de familia aficionadas a leer comprando regalos a unos hijos poco lectores, pero resulta que ella es Matilde, la reina de los belgas... Y yo no.
En estos días de enero, donde cada cual intenta terminar con las compras navideñas como puede, me pregunto si Letizia, reina de España podría, así, una tarde cualquiera, acercarse a la casa del Libro en la Gran Vía, o a la FNAC de Callao, y hacer cola, sin tener que colarse y sin que nadie la moleste como hizo Matilde el 22 de diciembre, cuando durante veinte minutos se dedicó a habla de libros con la señora que iba delante de ella en la fila (esta que suscribe) mientras su señora guardaespaldas ponía cara de póker. Mejor no me lo pregunto: estoy segura que se armaría una zapatiesta de las buenas, donde se mezclarían los gritos de asombro con las llamadas a la guillotina y con todos los que intentarían hacerse un selfie con ella o hasta pedirle un autógrafo. Supongo que Letizia tiene que recurrir a Amazon y lo siento por ella, porque me consta que es buena lectora y que disfrutaría mucho más yendo ella misma a comprar sus libros.
Y, por cierto, por si a alguien le queda alguna duda o piensa que tengo el síndrome de Estocolmo, me permito añadir que soy republicana hasta la médula, excepto para los Reyes Magos, en los que creo firmemente y por los que siento una devoción tan monárquica como irracional.
Concha Torres
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