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El potaje de chinitas
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El potaje de chinitas

Actualizado 26/12/2022 11:33
María Jesús Sánchez Oliva

(Cuento de Navidad)

Érase una vez un pequeño pueblo dividido en dos barrios: el de arriba y el de abajo. Ambos estaban separados por una ancestral enemistad, una cuesta muy empinada y la iglesia, que estaba siempre vacía, pues los del de arriba no iban a misa por no ver a los del de abajo y viceversa.

Un día de Nochebuena, el viejo párroco, harto de esperar un milagro de Dios y de predicar en desierto todos los años, decidió hacer un gran potaje e invitar a todos a cenar. “Los que comen del mismo plato —pensó— acaban dándose la mano”. Con este convencimiento cogió la olla más grande que había en la casa parroquial, la rasó de agua bendita y la acercó al fuego, pero su cepillo recibía tan pocas limosnas de los más ricos y tantas súplicas de los más pobres que cuando el agua rompió a hervir solo encontró para añadirle las chinas que iba quitando de las legumbres que comía. Mientras el agua hervía y hervía, él removía las chinas con un palo, como para evitar que se le pegaran al hondón, como para obligarlas a espesar el caldo, y el ruido de las chinas superaba al del agua. Al cabo de media hora dejó de marearlas, cogió una cucharadita de potaje y lo probó. "El agua puede tragarse, pues, al fin y al cabo, está bendecida, —se dijo con visible desencanto— pero las chinas ni se ablandan ni pierden el sabor a tierra". Y en busca de productos que le dieran más sustancia, se echó a la calle con bonete y sotana.

—Me estoy cociendo un potaje de chinitas para cenar, pero me queda tan insípido que si me diera unas vetas de tocino para añadirle, se lo agradecería en el alma —dijo en una de las casas del barrio de arriba.

?—Tenga los recortes del jamón del año pasado —respondió la dueña—, y que le sienten bien.

—Me estoy cociendo un potaje de chinitas para cenar, pero me queda tan insípido que si mediera unas zanahorias para añadirle, se lo agradecería en el alma —dijo en otra de las casas.

—Tenga este fardel que acabo de traer del huerto —respondió la dueña—, y que le sienten bien.

—Me estoy cociendo un potaje de chinitas para cenar, pero me queda tan insípido que si me diera unas aceitunas para añadirle se lo agradecería en el alma —dijo en otra.

—Tenga un puñadito de verdes y otro de negras —respondió la dueña—, y que lee sienten bien.

Y con esta retahíla siguió llamando de puerta en puerta hasta que sacó algo de cada familia. Al llegar a casa preparó las dádivas y las picó en la olla que quedó a medias. Y para colmarla del todo, se fue con las mismas al barrio de abajo.

—Me estoy haciendo un potaje de chinitas para cenar, pero me queda tan ralo que si le sobraran unas patatas para acompañar, se lo agradecería en el alma —dijo en una de las casas.

—Tenga una cesta de las más coloradas que tengo —respondió el dueño—, y que le aprovechen.

—Me estoy haciendo un potaje de chinitas para cenar, pero me queda tan ralo que si le sobraran unos fréjoles para acompañar, se lo agradecería en el alma —dijo en otra de las casas.

—Tenga unos kilos de los más tiernos —dijo el dueño—, y que le aprovechen.

—Me estoy haciendo un potaje de chinitas para cenar, pero me queda tan ralo que si le sobraran unos huevos para acompañar, se lo agradecería en el alma —dijo en otra.

—Tenga esta docena que acabo de sacar del nidal, —respondió el dueño—, y que le aprovechen.

Y con esta retahíla siguió llamando de puerta en puerta hasta que sacó algo de cada familia.

En cuanto llegó a casa llenó la olla con los socorros y la dejó cocer a fuego lento un par de horas. Al cabo de las cuales la retiró con sumo cuidado, la llevó en volandas hasta la iglesia, la soltó en medio del altar y la rodeó de cucharas, tantas como vecinos había en el pueblo, ni una más ni una menos. Y en cuanto vio la mesa puesta se subió al campanario y tocó a rebato las campanas.

Al oírlas todos creyeron que la iglesia ardía en llamas, y temiendo que las lenguas de fuego se alargaran, se desviaran y lamieran sus respectivos barrios, pusieron pies en polvorosa.

Los primeros en llegar fueron los del barrio de arriba, y al ver sus dádivas entre las dádivas de sus enemigos, cogieron cada uno una cuchara y se lanzaron cual buitres a rescatar de la olla tiritas de jamón, taquitos de zanahorias, aceitunas... para que cuando ellos llegaran no cogieran nada, absolutamente nada de lo suyo. Después llegaron los del barrio de abajo, y al ver que sus enemigos zampaban y zampaban de la olla donde nadaban sus socorros, cogieron cada uno una cuchara y se tiraron cual lobos a sacar cuadritos de patatas, vainas de fréjoles, aritos de huevos... para que ellos no se llevaran nada, absolutamente nada de lo suyo. Pero fue tal el saca y mete de cucharas que todas se mezclaron y todos comieron de lo de todos.

En cuanto la olla quedó vacía, el cura se instaló detrás del órgano, y la música remató el milagro: de un arranque, sin elegir entre unos y otros pareja, todos los brazos se entrelazaron. Y cuando al alba, hinchados de comer y de bailar, ellos salieron agarrados de la iglesia, el viejo párroco, paciente y feliz, empezó a recoger las chinitas que habían ido tirando entre los bancos, para hacer con ellas, cada 24 de diciembre, un potaje que les recordara a todos que solo cuando los dos barrios se unían en el pueblo entero era Navidad.

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