La puerta abierta y el mecanismo para subir y bajar sillas de ruedas preparado. Un autobús de transporte escolar, debidamente identificado, aguarda junto a la acera en la avenida de Mirat, minutos antes de las nueve de la mañana de un lluvioso lunes de diciembre. Bien abrigado, con la mirada perdida y el Cielo ganado, un chico de edad difícilmente precisable, porque para ellos cada curso parece siempre el mismo, espera su turno. Cuando lo dejo atrás me fijo en la publicidad que luce la parte posterior del vehículo. Luce, hace daño a los ojos y suscita la náusea: “Interrupción voluntaria del embarazo”, debajo del nombre de una clínica delante de la cual se reza día y noche, en permanente ronda de vigilia allí donde Cristo es Corpus, pan de vida.
El Tribunal Supremo ya confirmó hace tres meses la condena a la patronal de las clínicas abortistas por publicidad engañosa. Sería sorprendente que, dedicándote a matar, fueras tan escrupuloso como para no mentir, pero me fijo en este anuncio que simplemente oferta el “servicio”, el que el Gobierno de España y buena parte de los autonómicos anhelan poder ofrecer en cada hospital y centro de salud público, aunque una mayoría de los médicos, para su contrariedad, no terminamos de vernos en el papel de verdugos, ni de niños en el seno materno ni de ancianos o enfermos. La propaganda de este autobús de transporte escolar para personas con discapacidad mental recuerda, llana y sencillamente, que existe la posibilidad legal de matarlas antes de que nazcan. De matar a alguien que, se presume en el diagnóstico prenatal, pueda tener una enfermedad grave, o un síndrome de Down, o simplemente que el inicio de su vida no encaje en los planes de sus padres. Lo ya iniciado, una nueva vida humana, se puede interrumpir. Y, por supuesto, no es susceptible de reanudación en otro momento. Se elimina. Se destruye. Se mata antes de nacer.
Este alarde de soga en casa del ahorcado, en forma de anuncio publicitario, encaja perfectamente con la lluvia antinatalista que, como las nubes se vaciaban ese lunes, van dejando caer los abanderados del progresismo. El País tiene una sección titulada Buenavida en la que sueltan amenazas tan falsas como “Tener un segundo hijo deteriora la salud mental de los padres” o “Mocos, piernas inquietas y nueve meses de contracciones: las reacciones del cuerpo al embarazo de las que no se habla”. Muy acorde, por desgracia, con la mediocridad y el sensacionalismo con que la ciencia y la salud se abordan en gran parte de la prensa española. El Plural hace gala de un singular feminismo, del que se avergüenzan millones de mujeres, y ensalza la soledad: "Las mujeres solteras sin hijos son más felices". Otra causa pujante, la climática, busca disuadir de aquello de crecer y multiplicarse, tanto en La Vanguardia (“¿Tiene sentido tener hijos en un planeta en declive?”) como en Público (“¿Quieres luchar contra el cambio climático? No tengas hijos”). En elDiario.es, en colaboración con The Guardian (ohhhhhh), aseguran, como fieles globalistas totalitarios, que “La natalidad en el mundo sigue bajando… y eso no es una mala noticia”.
La buena noticia esta Nochebuena, aunque pocos la den, son esos padres, ejemplo de amor hasta el extremo, que ratifican a diario, aun con dolor, su sí a la vida, y esperan en la acera un autobús con mensajes obscenos. Son sus hijos de edad indefinida, que como La Niña Chica cuyos gritos desgarradores nos metió dentro Delibes, nos muestran la verdad de la santa inocencia. Son María y José, que golpean la puerta de nuestra posada (“Mañana le abriremos”, respondía) y nos recuerdan que ese niño chico a punto de un parto virginal, que no renunció ni a la sangre, ni al sudor ni a las lágrimas, Jesús, es el Hijo único entregado por el Padre no para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por Él.
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