Huele a leña la calle vacía en la que se posa la niebla y resbala la humedad de los días generosos, lluvia y lluvia que conjura el frío y que llena las charcas efímeras donde se cuarteaba la tierra este verano de calores épicos. El invierno en la España de piedra y pueblo se cierra al atardecer con puertas de dos hojas, aldabas quietas y lumbre a la que sentarse para calentar el rostro de un invierno de recogimiento.
En los tocones dispuestos para el fuego se trazan los círculos de la edad, se desprende la piel de la corteza de la encina centenaria que desmochamos con remordimiento. Mi hermano quema las ramas con vocación de herrero y hace de la llama alimento y consuelo. A veces, el agua que contiene la madera verde estalla en júbilo de chispas y se posan las pavesas allá donde quieren, mariposas negras. Cuando viví en el pueblo, mis largas faldas tenían la quemadura casi imperceptible de quien vivía arrimada a la chimenea, la tetera junto al fuego, la gata en el cojín sucio de ceniza. Mis libros de entonces tienen la página del humo, el polvo gris de lo que queda de nosotros. Nada más hermoso e hipnótico que el fuego de los días. Y afuera, regalo de las tejas también centenarias, como la encina que me calentaba, los carámbanos de la maravilla, estalactitas de un tiempo de sabañones y ordenadores que se negaban a funcionar de puro frío.
Sentados ahora en la comodidad de la ciudad, en la calidez de las luces y de las gentes que pasan, el frío se atempera y hasta la lluvia no nos moja al abrigo de los edificios. No hay barros ni charcos para los niños que en mi barrio, buscan en el descampado junto a las vías la maravilla de las botas de agua. En el pueblo huele a leña y se juntas las gentes para la matanza incierta pues no hace frío, pero en la ciudad, los pasos se olvidan del frío, las luces nos calientan y vamos y venimos subiendo en el autobús donde nos sobran el gorro de lana y los guantes que siempre pierdo.
Es el olor de la lumbre el que me recuerda lo que perdí en medio del patio húmedo, los perros felices revolcándose en la nieve, el hielo en el parabrisas que me retrasa, las botas que me quito a patadas mientras todo a nuestro alrededor se hace cercano y tiene la deliciosa oscuridad de una puerta que se abre, corral vacío hasta el encuentro del otro. Es el frío estimulante, afilado, el frío que aguanta el gato con su pelaje erizado, el frío que lame el perro con su aliento entre nubes. Ese que no tenemos, ese que nos espera en el recodo de los días de diciembre, extraño y feroz, bajando del norte como promesa de guerra rusa… la dolorosa y hermosa constante del invierno.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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