Existe en los días de lluvia una peculiar relación con el ambiente. Consiste en abandonar la tranquilidad para zambullirse en la amalgama urbana.
La morfología, tanto de la ciudad como de la lluvia, es curiosa debajo de un paraguas. Lenta, cristalina, lacrimosa, creando una estela de intermitente chasquido. Los edificios pierden su brutalidad arquitectónica con la pátina del diluvio, similar a la pátina de un óleo restaurado. No es triste, al contrario, es un simple fruto de nuestra idea sobre qué podríamos ser. Más amables como lugar donde vivir. Sólo hay que fijarse en las ventanas, se encienden a tu paso, con la luz amarilleando su marco, intentando traspasar las diminutas gotas. O en las casi inexistentes plantas que aguardan temerosas en el parterre. El ambiente olvida su terrible contaminación, el gris es amable, recuerdas que formas parte del corazón urbano.
Debajo del paraguas admiras la pausa del semáforo. Rojo, ámbar, verde casi azul, el coche se acerca con su metrónomo y se lo salta. Como si de verdad necesitase esa velocidad. Pero no pasa nada, porque ni te han atropellado ni te han salpicado y te resignas al egoísmo que trae la lluvia consigo. Llevar paraguas te convierte en un ciudadano esférico, que rueda calle abajo con sus caras lisas, una canica que acabará estampándose con sus similares y pidiendo perdón si su descarrilamiento, su poco manejo del lenguaje de los paraguas, salpica a su redonda compañera. La lengua de paraguas se basa en una correcta sintaxis del viento. Ordenada y suave. La lengua de paraguas devuelve la vida al paisaje urbano por el simple hecho de estar a cubierto.
Aún hace falta salvar la individualidad de la calle bajo la lluvia para comprender que existe una verdadera vida urbana.
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