Cuando la niña bonita empezó a salir sola a la calle volvía con la ofrenda de la casualidad a manos llenas, contando ilusionada lo que se había encontrado, el jirón de charla que traía tras de sí, siempre atenta y felizmente observadora. Y aún hoy, su paso por la calle sigue amontonando el azar de lo casual, la anécdota divertida, y la imagino, a la zaga su largo abrigo negro, sagaz y despistada a la vez, caminando por la calle que le ofrece la magia del bebé que le tira la pelota al perro, el hombre que acompasa su paso al can enfermo, el guante perdido y el pato que cruza la calle más allá del estanque donde traza círculos un cisne de cuello interrogante.
Caminar por la calle nos regala retazos de historia que chocan contra la nuestra al paso de los días. Y transitamos entre los ojos de párpados ciegos de los locales cerrados, los escaparates llenos, las ventanas sin cortinas ni persianas que dejan ver la cálida intimidad de una tarde de frío. La calle, al ritmo del hombre que toca el acordeón sentado en el interior del puente que fuera refugio antiaéreo durante la guerra, se despliega como un libro ilustrado en el que los rostros familiares van y vienen por el barrio que ocupamos más allá de ese centro tomado por los turistas. La calle, viva y palpitante, vena de vida, a pesar de los letreros uniformes que nos hacen sentir en todas partes y en ninguna, sigue teniendo el hálito provinciano de los negocios de siempre, de los kioskos donde tantas portadas hacen detenerse al transeúnte que saca la cartera y se lleva la actualidad debajo del brazo. La calle, plena de sol o de lluvia que lustra los adoquines de la prisa, es un regalo cotidiano que recorrer atentos a la geometría del azar, a la fotografía de una ciudad ornada por esa luz que busca siempre mi amigo Amador Martín, incansable en su recorrido por la belleza de una ciudad inacabable. La calle convertida en plaza, en monumento que se recorre a lo largo de la vida, yendo siempre al destino que te espera y desespera, cotidiano afán de lo constante.
Va mi hija por los mismos rincones, atenta al pájaro que busca, al muchacho que lleva un gato en el hombro, al hombre que espera a flor de calle el porvenir que no llega. Y cuando atraviesa la puerta de la casa, deja su ofrenda a la entrada con los zapatos y el abrigo negro en el que se refugia de la intemperie, he visto, me he encontrado, a qué no sabes lo que me ha pasado… y es su voz, campana portentosa, la que nos devuelve a la vida que atraviesa las ciudades, cauce joven a lo largo de la calle tan antigua como esa historia inacabable de vecinos ilustres, azar colocado sobre la estatua, paso prodigioso, lluvia que alimenta.
Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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