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El amor según Miguel Hernández
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Junto a Pero Salinas, Juan de la Cruz o Lope, por ejemplo

El amor según Miguel Hernández

Actualizado 13/12/2022 13:00
Redacción

Último libro de José Luis Ferris

POR VALENTÍN MARTÍN

Nosotros, los de la generación del cartapacio y los pupitres, el monaguilleo, las purgas anuales con agua de carabaña, las primeras comuniones, los sabañones y las anginas, no sabíamos nada. Fuimos hijos del exterminio de Pemán y sus acólitos.

Los campesinos vivíamos a la sombra de una vara de mimbre de los maestros y veíamos a las maestras de lejos. Con suerte, los emigrantes al barro de la periferia urbanita oían la palabra de los curas obreros y olisqueaban algo nuevo. Estaban ante una segunda oportunidad, o tal vez la primera.

No era extraño que Miguel Hernández no existiera porque, de lo contrario, los encargados de la doctrina se encontrarían ante una impertinencia nuestra: le echábamos de menos. De aquel secarral nos sacó hace tiempo José Luis Ferris, un escritor formado en Salamanca que se convirtió en nube, quizás empujado en este caso por Dulce, y luego en nubarrón que diluvió Miguel sobre nuestras cabezas rasuradas de tantas prohibiciones extinguidas luego al paso de las verdades tan hermosas y escondidas.

No mucho antes de Ferris lo habían intentado otros. Mal asunto si no sabes, sabes poco o te asiste una vocación de servicio para el blanqueo. Ante el último libro que nos habla de amor hernandiano, pienso en Guerrero Zamora y su interpretación más pánfila que pérfida de un Miguel con mala salud por culpa de su "hipersexualidad". La perplejidad me impide llorar o reír.

José Luis Ferris ha recogido ahora Cien poemas de amor en un libro que la Diputación de Jaén y el Instituto de Estudios Giennenses han dado cobijo. Le suma dibujos de José Díaz Azorín que hibernaban y de ello sale un nuevo milagro.

Confieso que huelo más Miguel. Y presiento que más Miguel habrá después de este libro, porque restos de Miguel volaron de casa de Josefina un día. ¿Qué fue de ellos? Quizás el mejor rastreador de Miguel los encuentre y nos los sirva en el futuro.

Y ya puestos en confesiones, me acuso de que después de leer en Quevedo el soneto de amor más hermoso de nuestro idioma renuncié a leer amor entre los versos. Hasta que esquivó su silencio Miguel Hernández y me hizo trizas con su abrumadora respuesta.

Aquel muchacho lleno de vigor decisivo para hacer kilómetros ante su vocación de escritor, resultó menos incisivo ante el amor que sus años le pedían. Ningún escritor creyó más en sí mismo que Miguel Hernández. Se lo escribía a Josefina: un día viviremos en Madrid, de mis libros. Para ello tuvo el arrojo suficiente con el que afrontar una ciudad hostil, con hambre y frío, sabiendo que llegaría un momento en que podía cumplirse ese sueño.

Pero todo ese ardor guerrero disminuía en sus relaciones amorosas. Salvo el paréntesis de Maruja Mallo, desde que Carmen la Calabacica le negase (la chiquilla que luego fue jefa de Josefina en su taller de costura, qué pequeño era el mundo en aquella Orihuela clerical), desde el destiempo con María Cegarra que no quiso salir de su pueblo nunca, lo suyo fue un peregrinaje en busca de esa carnalidad cómplice y enamorada que Josefina, una víctima de una maligna educación sentimental, no podía darle.

Quizás estos Cien poemas de amor traspasen el papel y nos acerquen a un amor tal y como Miguel interpretó desde su joven vocación de amante. Es seguro que a partir de este libro hay otro Miguel Hernández más y un José Luis Ferris si cabe más hernandiano. Llegó el tiempo del amor y no de la nada.

José Luis Ferris ve en la obra del poeta de Orihuela al amor como corazón que bombea su sangre hasta su destino trágico. Esta mirada sobre Miguel era imprescindible, más que necesaria. Porque estábamos corriendo un peligro que con el paso del tiempo no amaina, sino al contrario: conocer y recordar a Miguel Hernández como poeta de guerra, trinchera, justiciero, social, y sólo eventualmente amoroso. Ahora Ferris nos ha puesto de nuevo las cartas boca arriba: Miguel Hernández es el poeta del amor.

Poeta del amor, añado yo por mi cuenta, como lo fueron también Pedro Salinas, este casi “poeta oficial del amor”. A Pedro Salinas le desmitificó en cierto modo su hijo Jaime con quien mantuve varias conversaciones en Madrid. Pero el testimonio del hijo podría estar contaminado, dada la enemistad que desunía a los dos. Muñoz Molina, aprovecha para ahondar en lo mismo recogiendo testimonios que incluye en su novela “La noche de los tiempos”, Según esa apreciación, la vida del poeta no se correspondió con ese amor concreto y cotidiano donde la amada transfigura todo. La afirmación de Jaime y de los otros se vuelve en su contra, porque más grande es la obra de un poeta cuanto más alejada esté de él. En todo caso la intelectual lírica de Pedro Salinas se corresponde muy bien con la de Miguel Hernández, con más seducción si cabe en el oriolano.

Otros poetas del amor son San Juan de la Cruz, que escribe una obra abierta más allá del éxtasis y ese diálogo entre el esposo y la amada (que algunos incluso han identificado con Salomón y la reina de Saba) queda como una interpretación por encima del plano simbólico. Antonio Travieso recoge en un hermoso texto teatral, “El amante ausente”, el arrobamiento caudal que pudo haber entre Juan de Yepes y Ana de Peñalosa. La intensidad en el lenguaje acerca al de Fontiveros con el de Orihuela.

Y Lope, claro, con quien Miguel Hernández entronca más a la hora de la poesía amorosa. Yo atisbo que Miguel Hernández, a la hora del amor hecho poesía, de no haber sido Miguel Hernández habría querido ser Lope, donde conviven muy bien la literatura y la vida.

José Luis Ferris ha seguido el rastro del amor en la obra poética de Miguel Hernández con pasión y rigor a partes iguales. Esto no es noticia porque estamos ante un escritor que no defenestra nunca la justicia ante otro escritor por mucha devoción que le germine.

Ferris ve un Miguel con cinco etapas amorosas.

En la primera, un Miguel adolescente que escribe poemas sin ninguna experiencia personal. Una experiencia personal que se resiste, si recordamos la vida de Miguel que ve cómo sus amigos de la calle de Arriba se dan a la costumbre emocionante de las primeras novias. Creo recordar que esto le produce un cierto desasosiego, algo de prisa, ve cómo va con retraso y busca. Y lo que encuentra es una salida natural en los poemas.

En la segunda etapa ya se desboca el deseo, incluido el deseo sexual, pero tampoco hay experiencia personal, y acude a Garcilaso, Góngora, Miró, Gómez de la Serna o Gerardo Diego. El amor metafórico se hace inevitablemente presente. Él tiene la espléndida herramienta de su lenguaje, su natural talento, pero los poemas han de partir de influencias lectoras.

La tercera etapa es toda para Josefina. Yo no sé si profano la historia de amor entre los dos, pero nunca vi que la asfixiada mujer por el casticismo fuera la respuesta total a la desbordante exuberancia de un Miguel que nunca dejó de ser joven y hambriento. Ya sabemos que su apetito durante un tiempo corrió a cargo de Maruja Mallo. Aún así, en esta etapa siguen naciendo poemas pero con la experiencia que le falta también a los anteriores.

En la cuarta etapa que ve Ferris, Miguel Hernández comparte la fuente de Josefina con otras mujeres, concretamente Maruja Mallo y María Cegarra. A veces se destapa ya una carnalidad con certificación de origen. Quizás por eso, cuando mucho más tarde algún hispanista despistado habla con Josefina y le asigna la dedicatoria de algún poema, esta se indigna. Sabe que muchos de los poemas de “El rayo que no cesa” están escritos para otra.

En la quinta y última etapa, Miguel Hernández ensancha los límites del amor estremecido por la vida, incluso acude a formas de expresión distintas. A estas alturas a Miguel el amor le duele, le duele la vida.

Todos los versos tienen su motivo. Y quizás hacía falta este laboreo de Ferris para evitar el estrabismo en que podríamos mirar a Miguel Hernández. Ya está más a salvo el poeta.