Desde que llegó Sánchez al poder, su trayectoria política ha sido una línea recta. Cimentó su mandato en una media verdad y, desde entonces, ha sido fiel a ese método. Al principio, existía la posibilidad de que, una vez subido al Falcon, podría recuperar el respeto a los usos y costumbres de la decencia y la moderación, y volver a la senda de los políticos empeñados en servir a su pueblo sin hacer desprecios, vejaciones ni discriminaciones. Sin embargo, está a punto de finalizar su legislatura y ha convertido en normal lo que siempre fue considerado contrario a la cordura y la integridad, cuando no al juego democrático.
Ya resulta cansino repetir una y otra vez que Sánchez ha mentido en un tema determinado, cuando lo hace siempre; o que se ha valido de alianzas anti natura para continuar en el cargo. Eso ya no es novedad; sencillamente es norma. Este gobierno ha llegado a tal nivel de descaro que está haciendo, a cara descubierta, todo lo necesario para derribar lo conseguido hasta ahora. Está viendo que la Constitución ya no es ningún freno que le impida o limite ciertas maniobras barriobajeras. Consigue lo que pretende. Al principio, percibe el rechazo de la oposición, pero pronto llega a la conclusión de que el agua nunca llega al río. Si acaso, unos cuantos millones bastarán para cerrar bocas y otros tantos serán necesarios para compensar esos votos que puedan esfumarse con los que se consigan de colectivos foráneos. Todo vale para el convento.
Se está tramando tal red de trampas que, si esto no cambia antes, resultará muy difícil volver a la situación anterior por procedimientos democráticos, que es lo legal. Ante cualquier línea roja marcada por la Constitución, o por las leyes en vigor, se están aprobando, con nocturnidad y alevosía, nuevas normas que anulan esas barreras, al menos lo necesario para tener que recurrir a estamentos superiores que, si todo sale como se está planteando, habrán dejado de lado la imparcialidad para la que fueron creados. Quiere ganarse a cualquier precio el visto bueno de las instancias superiores. Escondidas entre el articulado de nuevas leyes, se están “colando de rondón” una serie de enmiendas destinadas a modificar las reglas de juego que figuraban en nuestro ordenamiento jurídico precisamente para evitar el posible abuso de minorías.
Nuestras leyes establecen claramente qué requisitos deben reunir los partidos políticos para ser legalizados. Por tanto, con mayor o menor conformidad, todos son legales; los de un bando y los del opuesto. Tampoco se habla en ningún texto de cuál debe ser la composición del gobierno que alcance la mayoría necesaria para gobernar. Ahora bien, hay un estilo político, universalmente adoptado en los países demócratas, por el que a nadie se le ocurre formar gobierno con partidos cuya meta sea diametralmente opuesta a la del solicitante de apoyo, y mucho menos con aquellos en cuyo programa existan aspiraciones ilegítimas por las que ya hayan sido penalizados con anterioridad. Ya no podemos asegurar que los objetivos de Sánchez estén alejados de los de sus socios. Quien está dispuesto a gobernar en esas condiciones es imposible admitir que esté obrando de buena fe.
En nuestro caso, no existe ninguna duda. Pedro Sánchez está por encima de toda capacidad de sorprender y ya no se molesta en disimular. Es más, ha logrado revestir sus mentiras con un pretendido hábito de necesidad. Todos los despropósitos que salen de su mente son disfrazados de mal menor. Es como sacarse de la manga un nuevo pensamiento maquiavélico que justifique los medios empleados para conseguir el fin buscado. Su lenguaje preferido: “¡Cambio delito de sedición por Presupuestos! “ “¿A quién le interesa suprimir malversación a costa del Poder Judicial?”
Mientras las fuerzas políticas que apoyan al gobierno, conocedoras de la desmesurada ambición de Sánchez, están consiguiendo lo que nunca hubieran soñado, la derecha sigue desunida. Resulta difícil admitir que los beneficiados por el “desprendido” Sánchez hagan realidad el famoso proverbio “la política hace extraños compañeros de cama”, poniéndose de acuerdo churras con merinas para satisfacer intereses espurios, y la actual oposición, que está de acuerdo en las líneas maestras de nuestro Estado de Derecho, esté envuelta en continuos enfrentamientos por detalles que nunca deberían ser insalvables. Nuestra actual derecha está sacada de la fábula de Iriarte: son los conejos que discuten si los perseguidores son galgos o podencos. Al final, caen en el zurrón del cazador, sin disparar un cartucho.
Para acabar con el actual estado de cosas, se necesita un gobierno fuerte, cargado de legalidad y de razones de peso. Un gobierno dispuesto a solucionar los problemas actuales, que no son pocos, y hacerlo sin dar espectáculo; trabajando para todos, sin ningunear las leyes. Para ello, es indispensable que sus electores tengan la seguridad de que su voto va a servir para desalojar a la nefasta cuadrilla que pretende dejarnos en la calle. Si no es así, si no está unida, de nada valdrá que lo intenten. Acabarán mal y, lo más peligroso, tendremos todas las papeletas para convertirnos en la república bolivariana que buscan unos; o en un ente que ya no será España sino una nueva Yugoslavia, que pretenden los otros.
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