A pesar de que presumamos de libertad, en la actualidad, no solo observamos un auge de la ocupación permanentemente del tiempo, sino que emerge eso que llamamos multitasking. Este anglicismo tan extendido –fruto de la novedad– podemos traducirlo por hacer mucho al mismo tiempo sin focalizar la atención en una tarea concreta. De este modo, además de no parar de hacer, está de moda hacer muchas cosas de forma simultánea.
Como habitantes que vagan en un bucle invisible, el mismo que Remedios Zafra señala en su libro homónimo, nos sumimos en el vertiginoso ritmo de las rutinas, que enlaza con la velocidad exigida por los espacios para el ocio. Así, pasamos la vida “haciendo” y repetimos –en incontables ocasiones– que “no tenemos tiempo”. Afirmación absurda, ya que –el tiempo– es uno de los pocos bienes, probablemente el más básico, de que disponemos como seres humanos. Si tuviéramos que definir la vida, en cierta medida, podemos concretarla como un tiempo. Es decir, nuestra existencia activa se circunscribe a un tiempo determinado y determinante.
La disposición del tiempo es una de las cuestiones que condicionan nuestro estatus y, en él, se traducen muchas circunstancias que –tradicionalmente– han sido objeto de anhelo. Precisamente, en la esclavitud, el esclavo es privado de disponer del tiempo, para que su propietario lo haga por él. A pesar de que presumamos de libertad, en la actualidad, no solo observamos un auge de la ocupación permanentemente del tiempo, sino que emerge eso que llamamos multitasking. Este anglicismo tan extendido –fruto de la novedad– podemos traducirlo por hacer mucho al mismo tiempo sin focalizar la atención en una tarea concreta. De este modo, además de no parar de hacer, está de moda hacer muchas cosas de forma simultánea. Así, podemos asistir a una conferencia, al tiempo que atendemos la bandeja de entrada del correo electrónico y revisamos la agenda para conocer si podremos asistir al acto social al que nos acaba de invitar nuestra compañera. De manera que la voz del conferenciante se proyecta como un telón de fondo y –probablemente– interioricemos las ideas principales, pero su discurso –más o menos elocuente– no logrará despertar la capacidad de reflexión, el espíritu crítico y otros procesos que hoy resultan extemporáneos. Precisamente, las liturgias y solemnidades que tradicionalmente han favorecido la reflexión, el autoconocimiento, etc. son considerados –por una amplia mayoría social– anacrónicos. Tan solo cuando las encontramos acompañadas por prácticas consumistas u otras devociones propias de las corrientes actuales presentan un cierto atractivo comunitario. Así, hasta el punto de sumirnos en profundas crisis durante épocas en que circunstancias sobrevenidas nos imponen ritmos pausados.
Cada vez más, el sistema –a nivel laboral, de ocio, etc.– se dispone para mantenernos en una producción o entretenimiento continuo, alejados de los peligrosos cultos del silencio. Hace algún tiempo, en una entrevista a la fallecida Teresa Berganza, esta afirmaba que –en su vida como mezzosoprano– habían sido tan importantes las actuaciones como los silencios, ya que –estos últimos– le habían permitido mantener en buen estado su maravillosa voz. En nuestros días, si utilizamos un símil, padecemos una afonía crónica producto de la sucesión y simultaneidad de actuaciones, las cuales nos hacen olvidar la importancia del silencio como fuente de impulso.
Con este panorama, conviene reflexionar hasta qué punto –en esencia– no nos hallamos cautivos por un modelo de vida que nos priva de la disposición de nuestro tiempo. Aunque de un modo sutil, las actuales dinámicas sociales nos facilitan e imponen la materia prima con la que construir las cadenas para habitar en este tiempo de esclavos.
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