Estos días de atrás, en el gigante asiático, uno de los países más férreamente controlados de la tierra, al tiempo que más cerrado y hermético, unos ciudadanos se echaban a la calle y, portando un folio blanco, al tiempo que pedían el fin del confinamiento por el covid-19, en realidad estaban pidiendo –y así lo gritaban– libertad y democracia.
Esto es, estaban pidiendo, desde una sociedad muy cerrada y autoritaria, el paso a una sociedad más abierta. Estaban manifestando un anhelo que, varios lustros antes, también habían reclamado –con consecuencias trágicas– los estudiantes que, en la plaza de Tiananmén de Pekín, en 1989, se habían manifestado reclamando tales ideales de libertad y democracia.
En aquella ocasión, dos imágenes resultaron sobrecogedoras: la de aquel hombre, con camisa blanca, que, totalmente indemne, con su mera humanidad, se plantó ante un tanque al que hizo detener; y la de aquella estatua o escultura blanca que –como verdadera diosa, portando la llama de la libertad y elevándola hacia lo alto– los estudiantes erigieron en tal plaza.
Esa presencia de lo blanco –ya sea en el folio, en la camisa, en la estatua– no es otra cosa que una aspiración a la luz, a la libertad, a lo claro, a lo abierto, que siempre abandera el ser humano –en cualquier sociedad y en cualquier época–, cuando siente que la opresión atenaza su vida.
Camisa blanca llevaban esos sujetos del pueblo soberano en el cuadro de Goya, cuando la revuelta madrileña de mayo contra la invasión napoleónica. Sobre ese cuadro, ese hombre y esa camia reflexionó María Zambrano, con palabras hermosas y muy hondas, al tiempo que luminosas.
Y el folio blanco, esa humildísima hoja blanca, se constituye en este tiempo en un verdadero símbolo de la luz, de la aspiración humana hacia lo abierto. Libertad, democracia, vida digna, en la que el ser humano pueda realizarse y existir con plenitud.
Como ese hombre con la camisa blanca, totalmente inerme, con su mero cuerpo y ánimo, con su mera humanidad, que hace detener al tanque –que es reencarnación de ese madrileño con las manos en alto, en el cuadro de Goya–, que simboliza asimismo tales anhelos y tal aspiración a lo abierto, a la luz, a la libertad y la democracia.
El folio blanco, que parece estar pidiendo que alguien escriba esa palabra sagrada de ‘libertad’, o algunos de los versos del poema de título homónimo de Paul Eluard, es, sí, hoy, más que nunca, en un tiempo histórico tan confuso como el que nos toca vivir, símbolo de una aspiración humana que, como la llama de la estatua blanca de Tiananmén, nunca se apaga ni se borra del espíritu humano.
Sobre ese folio blanco, tendríamos que escribir hoy, todos, su nombre.
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