“Hagan ustedes las Leyes, que yo haré los Reglamentos”, dicen que dijo Álvaro de Figueroa y Torres, más conocido como Conde de Romanones.
Algo de eso es lo que está pasando estos últimos meses en el Poder Legislativo español, o por mejor decir, en el Poder Ejecutivo, que es quien controla. Al actual presidente del Gobierno del Reino de España –que así se llama la entidad política que nos ampara, al menos de momento-, D. Pedro Sánchez Pérez-Castejón, que también tiene madre, pronunció una frase del mismo jaez respondiendo a un periodista: “¿La Fiscalía de quién depende?”. Depende del Gobierno, respondió el periodista. “Pues ya está…” A buen entendedor, pocas palabras bastan para entender, precisamente, que el Ejecutivo aspiraba a controlar no solo la Fiscalía General del Estado, sino todo el Poder Judicial, incluido el Tribunal Constitucional.
Este intento del Poder Ejecutivo de controlar al Poder Judicial no es nuevo, pues ya en 1985 el PSOE liderado por Felipe González logró imponer unas normas por las que una parte importante del Consejo General del Poder Judicial era nombrada por los partidos políticos hegemónicos. El Partido Popular no está exento de culpa, pues durante sus mayorías absolutas no hizo ningún intento serio de despolitizar el máximo órgano de gobierno del Poder Judicial. Y ahora, el PSOE, gobernante en coalición, que al parecer no es el mismo que el de la época de Felipe González, y el Partido Popular opositor, no llegan a un acuerdo para hacer caso a los llamamientos de la Unión Europea para salvaguardar la necesaria independencia del Poder Judicial. Las culpas están repartidas, pero lo que me parece más relevante, la responsabilidad, recae con más peso sobre el partido o partidos que, en solitario o en coalición, han gobernado y gobiernan España durante más tiempo y en el presente.
El “cerebro” de la Transición española, admirada en gran parte del globo político, fue D. Torcuato Fernández Miranda, que logró imponer un tránsito pacífico y ampliamente consensuado, de la ley a la Ley. Nótese que la ley franquista la he escrito con minúscula, por no ser democrática, como sí lo es nuestra Constitución. Aquella Transición no fue obra exclusiva de D. Torcuato, lo digo porque yo participé en ella votando favorablemente en el Referéndum Constitucional. Muchos de los votantes en aquel Referéndum ya han fallecido, pues no en vano han pasado cuarenta y cuatro años. Ello no autoriza a los jóvenes que no votaron, por no haber nacido o no tener aún edad de votar, a darle la vuelta. Las Constituciones políticas democráticas no son dogma de fe y pueden cambiarse, como lo demuestran las enmiendas realizadas en la Constitución de Estados Unidos de Norteamérica; pero en USA no se le ocurre a casi nadie cargarse el marco constitucional, salvo a algún populista rubio setentón y a sus seguidores.
En España, sin embargo, corremos el serio peligro de Transitar de la Ley (la Constitución de 1978) a los reglamentos (nótese que escribo reglamentos también con minúscula). Y una vez cambiados los reglamentos con las nuevas leyes (también con minúscula) originadas en el pensamiento woke, si es que eso merece la categoría de pensamiento, y sobre todo con los múltiples cambios aprobados y propuestos del Código Penal, va a pasar con nuestra Constitución (de nuevo con mayúscula) lo que D. Alfonso Guerra profetizó de España, que “no la iba a conocer ni la madre que la parió”. Y conste que la madre que la parió fui yo y los millones de votantes que participamos en el Referéndum Constitucional y mayoritariamente votamos a favor. Repito: nuestra Constitución se puede cambiar, y esos cambios están regulados por el mismo texto Constitucional.
Lo que ahora se pretende, sin embargo, es, mediante el cambio de los reglamentos, desactivar y dejar inerme la Constitución y, con ella, al sujeto político que la sustenta, el Pueblo español. Deberíamos meditar el ejemplo de Chile, embarrancado en un cambio constitucional que amenaza con ahogar la democracia. ¿Exagero? “Pensar es exagerar”, dicen que dijo Ortega y Gasset. ¡Ojalá me equivoque!
Por tanto, grito (y no me gusta gritar): ¡Viva la Constitución del 78!
Antonio Matilla, ciudadano español.
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