Qué miedo me daba esa expresión, esas letras fatídicas –(V.O.S.)– en los ciclos del Van Dyck o del Juan del Enzina… Y sin embargo...
Me explico, si me leyeron la semana pasada, cuando escribí sobre los 80 años de Casablanca, dejé caer la idea de mi aversión inicial por los subtítulos porque todas esas películas que formaron mi gusto cinematográfico y que, en general, me siguen pareciendo imprescindibles, las vi dobladas; para mí, muy bien dobladas, desde luego, por esos actores de doblaje que, en España, hicieron escuela. Me desesperaban los subtítulos, ya les digo, llevarme a ver una versión original era hacerme sufrir... Como dicen ahora, ya sé, juntaba su poquito de inmadurez con su poquito de costumbre, de mejor lo malo conocido.
Sin embargo, como ya apunté, México –¡gracias!– hizo que en seis meses, o hasta en menos, ya no aguantara el doblaje: ni el que se hacía aquí ni el que llegaba de allá o volví a escuchar cuando un año después, fuimos a pasar Navidades…
Desde entonces, me convencí de que nada hay como el sonido original de una película, la voz original. Por si fuera poco, mi inglés, escolar, se fue familiarizando con pronunciaciones distintas; además, descubrí la pujanza del español en Estados Unidos, desde mucho antes de lo que pensaba; muchos personajes de las películas “viejitas” eran mexicanos y hablaban nuestro idioma, con su acento, claro, algo que con el doblaje no se apreciaba; y en películas y series más actuales, me iba dando cuenta de cuántas palabras que, entre bromas y veras, metían los “gringos” en su habla cotidiana: esos “adious”, “amigou”, “sombererou”...
Fui aprendiendo también que, igual que nosotros, ingleses, franceses o rusos también tienen acentos, porque eso se aprecia aunque uno no tenga ni idea del idioma en turno. Empecé a desesperarme, claro –filólogo al fin y al cabo–, con la mala ortografía de algunos subtituleros, porque una hache faltante, o una uve donde no era, me hacían perder el hilo.
Desde luego, por ver series y películas subtituladas no puedo decir que haya aprendido inglés, francés o italiano, pero lo poco que sabía de esos idiomas se enriqueció... Y ahora, sobre todo con las series, tampoco es que aprenda sueco, danés o finés, pero disfruto de Borgen o Sorjonen y, hombre, alguna palabrita, o algún tonito, sí se quedan en la memoria.
Concluyo, aunque no creo que haya que decirlo, que no se puede obligar a nadie a ver las versiones originales, por supuesto; de igual manera, entiendo que quienes se dedican al doblaje defiendan su trabajo; sin embargo, también es cierto que los españoles solemos, o solíamos, tener problemas con las lenguas extranjeras y mi experiencia, solo eso, me dice que, cuanto más y mejor conozcamos otros idiomas –aunque solo los escuchemos–, más sabremos del mundo... y de nosotros mismos.
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