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Ateridos
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Ateridos

Actualizado 05/12/2022 13:58
Charo Alonso

Tiene la cencellada una diamantina cualidad de belleza recién estrenada. Una cristalina geometría que lo cubre todo con la exquisita novedad que cruje bajo nuestros pasos. Es la maravilla de la helada, el regalo de la mañana, la ofrenda de un invierno que bajo la guerra es arma, escarcha de dolor, fría navaja. Nosotros los afortunados, nosotros, los de los dones cálidos y las casas cerradas a la intemperie, sacamos a pasear al perro apresurado, salimos al trabajo entre la niebla y descubrimos, como una ofrenda, la maravilla tiesa y de un blanco resplandeciente, de la cencellada.

Por la noche, es la lluvia de luces la que espolvorea la ciudad que conjura el frío con los gorros de colores de niños que se asombran ante el belén recién montado, ante el escaparate que brilla mientras los rojos y dorados lo envuelven todo de buenos deseos. La gente camina envuelta en el abrigo de la alegría, pero ahí donde yo gestiono el don de mi sueldo, alguien se ha hecho un lecho al consuelo del cajero, y la mirada se queda prendida en su manta de cuadros, en su precario envoltorio. Fue mi amigo Rafael quien me instruyó en el arte de buscar la calidez de los cajeros, esos que durante el día nos reciben con los billetes prestos a recordarnos la fortuna de las jornadas, las jornadas que terminan sirviendo de improvisado dormitorio de los que no tienen ningún número en la lotería de la vida.

Subíamos la calle arriba, la calle engalanada, entre la gente que pasea con bolsas y niños tan abrigados que parecen muñecos de colores. Subíamos buscando la luz del autobús que marcha al barrio con su constancia azul, su orden y concierto… el vino nos había consolado, los amigos habían compartido la mesa generosa… la calle estaba llena y sin embargo… es este hombre refugiado ahí en el espacio que tan bien conozco, el que me devuelve la pena de los días. La jornada del hospital, del velatorio, la parte de la vida que no se envuelve en la cencellada luminosa de los días de Adviento. Es el invierno que aterra a los sin techo, sin abrigo, sin nada más que una cañería destrozada por las bombas o un agujero frente a las vallas de Melilla, ahí donde los hombres se suben a las barcas de la desesperanza. Subíamos con la ofrenda del sábado compartido, del recuerdo poético de la cencellada, de todo lo bueno de una calle plena de rostros encendidos… y sin embargo, es la visión de lo que se refugia la que me recuerda que el frío es un lujo para nosotros los afortunados. Nosotros, al abrigo de toda perturbación, los que amanecemos con la belleza impasible, diamantina, de la cencellada.

Charo Alonso

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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