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Una pintura monumental para llevar el arte contemporáneo a la catedral de Salamanca
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Florencio Maíllo y el cuadro de su vida

Una pintura monumental para llevar el arte contemporáneo a la catedral de Salamanca

Actualizado 02/12/2022 17:26
Charo Alonso

"A la sombra de la inmensa, de la épica encina expuesta en la Diputación, nos relataba el pintor de Mogarraz, Florencio Maíllo ya Carmen Borrego y a mí, como de niño, buscaba en la escombrera la publicidad que tiraba el farmacéutico, llena de ilustraciones de afamados pintores, llena de color y posibilidades"

A la sombra de la inmensa, de la épica encina expuesta en la Diputación, nos relataba el pintor de Mogarraz, Florencio Maíllo ya Carmen Borrego y a mí, como de niño, buscaba en la escombrera la publicidad que tiraba el farmacéutico, llena de ilustraciones de afamados pintores, llena de color y posibilidades. Niño que con su caballete quería imitar a los paisajistas que acudían a su pueblo, Maíllo abandonó su veta paisajística hasta que con la encina a la manera de Corot, romántico, clasicista, fotógrafo del instante, volvió a la querencia del paisaje de una tierra que retrató con el árbol símbolo. Y fue en esa charla cuando Florencio Maíllo dejó entrever que “estaba en algo”, algo complejo, algo diferente, algo que ha tardado sus meses y años de paciencia y que ahora, nos sorprende con la fuerza de su tamaño, de su impresionante belleza, de su potente significado… y de su destino histórico.

Poco dado a los encargos, quiere el pintor de Mogarraz vivir la libertad de su soledad en el taller de Encinas de Abajo, trabajo callado, constante. Sin embargo, la visita de Daniel Sánchez, canónigo emérito de la catedral no podía quedar sin respuesta. Tras ver la impresionante imagen de la catedral que el pintor realizó para una exposición en el Casino empujado por Don Alberto Estella, y que, curiosamente, es una de mis obras preferidas del artista salmantino, el canónigo encargó a Maíllo una obra de carácter figurativo para ser expuesta en la catedral y que contuviera tres figuras de gran tamaño: el Padre Eterno, el Crucificado y la Resurrección. Esas fueron las directrices del encargo, el resto del trabajo, se realizó con libertad, charlas en las que ambos intercambiaban pareceres y desgraciadamente, una conversación final antes de la muerte del canónigo, justo en el momento de dar a conocer la obra ya terminada en el impresionante estudio del artista. Legado de Daniel Sánchez, la pintura de Maíllo será colgada tras el altar mayor, en un espacio iluminado por la luz de las vidrieras y que tiene una inusual austeridad que se verá enriquecida con el cromatismo generoso de la obra moderna.

Porque la iglesia, sin la que no podemos entender la historia del arte, no ha sabido dialogar con el arte moderno. Con esa libertad con la que Florencio Maíllo acometió el encargo dispuesto quizás a romper su lenguaje plástico, simbólico y abstracto. Y lo hizo documentándose, como aborda todas sus obras, encomendándose a la historia de la pintura, a la representación consabida y consagrada del drama de la Crucifixión. Y en medio de su reflexión creativa y de sus primeros bocetos, en la inmensa soledad de su estudio, la guerra de Ucrania cubrió de tristeza contemporánea su imagen del crucificado. Para Maíllo “el creador debe estar atento a lo que vive” y la impresión que le causó el uso de las bombas de racimo y su esquila de muerte y sangre hizo que su visión de la cruz estuviera sembrada de esquirlas de metal ensangrentadas.

El hijo del herrero no deja su legado, inserta sus elementos matéricos. Metal para la herida del costado, y sin embargo, simbólica. La distribución de las esquirlas ensangrentadas copia la perspectiva y alineación de las piezas de la Casa de las Conchas. Y situadas en el instante de la agonía, en la que las palabras pierden el sentido, son meros sonidos que, sin embargo, se combinan para formar la palabra “Salamanca”, una Salamanca cuya silueta se deja entrever tras el Cristo en la cruz, como en el centro del cuadro el pensador de Rodin actúa como eje vertebrador. El símbolo va más allá, y las dos partes de la pieza inferior se separan con elementos metálicos, celosía que aísla al moribundo de los vivos, la Magdalena, Juan, Pedro… y en esa pieza metálica, marca de la obra de Maíllo, se lee una frase en latín que el antropólogo Antonio Cea, devenido ayudante del pintor, le sugirió “Si habéis resucitado en Cristo, buscad las cosas de arriba, saborear las cosas de arriba”. El crucificado y los ladrones, la soledad de la agonía redentora se sitúa a la derecha del punto de fuga, a la izquierda, la parte más figurativa, más canónica del cuadro nos ofrece un cromatismo saturado que enamora al espectador.

Maneja en esta parte del cuadro Maíllo los colores como un Greco intenso y versado en antiguas estampas saturadas de figuración y cromatismo. Tiene algo de vieja lámina y un fondo minuciosamente, demoradamente pintado que nos recuerda al paisajista oriundo de la Sierra de Francia. Las plantas, los animales, el agua, la calavera de Adán que fascinó por su exquisita hechura al canónigo Daniel Sánchez… la pincelada amplia e impresionista, se vuelve en este tapiz de verdura minucia de miniatura, vergel de paraíso. Y cada elemento tiene su significado, su agua, su torrente, su belleza, su cuidado. María Magdalena posa su hermosa mano sobre el tarro de las esencias donde el autor ha firmado su obra. Los apóstoles miran asombrados, y al otro lado, donde aparece la segunda parte de esta grandiosa obra de 4X8 metros, Jesucristo resucita entre cirios que nos recuerdan los ritos ortodoxos, y el dedo del Padre, como una llamada a la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, señala la cabeza exagüe del Hijo. Una cabeza coronada de espinas y aureolada de golondrinas que, como en el relato de mi abuela, le quitaban la esquirla dolorosa, lo que las hacía benditas.

Tiene el rostro del Dios Padre concentrada la mirada de la misericordia y la edad. Envuelto en un halo de luz blanca y amarilla, a su lado, el artista ha retratado, diminutas ánimas, los rostros de sus muertos. Porque este cuadro no es para Maíllo “Una mera representación, sino que tiene valor simbólico y está hecha desde un sentimiento muy profundo”. Un sentimiento espiritual y pleno de reflexión, sabiduría y por supuesto, pericia creadora, oficio. La almendra mística rodea con sus brazos de amor al Cristo vencido y al glorioso resucitado. Es el misterio que da nombre al cuadro, la redención por la agonía el dolor personal e histórico mezclado con la sangre de Jesús. La temática tradicional, la originalidad del artista de la encáustica –la pieza está pintada sobre aluminio, como metálico es el soporte de los 800 retratos de gentes de su pueblo que ha hecho de Mogarraz un destino internacional- su conciencia social y su mirada sabia sobre la historia del arte hacen de la pieza un fresco infinito de posibilidades. La mirada se pierde ante ellas y la magia fotográfica de Carmen Borrego une las dos partes que no caben juntas en la grandeza del taller de Florencio Maíllo.

Horas de trabajo frente a la que considera el artista la obra de su vida. Pintada desde un sentimiento muy profundo, como dice Maíllo, el boceto de la obra quiere que quede en la iglesia de su pueblo, allí donde está la raíz del paisajista que lo retrató por entero. El paisaje humano de Mogarraz luce en sus calles y casas, el dolor, la sabiduría, el conocimiento del profesor, artista, poeta de la obra pictórica, Florencio Maíllo, se ha derramado sobre un cuadro pleno de significados. Verlo en su emplazamiento de la catedral será un acontecimiento que nos recuerda la venturosa relación, no exenta de tensiones, entre la Iglesia y el arte… y mientras, no podemos por menos que volver a la obra, gozar de las fotografías de Carmen Borrego, testigo privilegiado de la grandeza de un monumento para otro monumento. Obra cumbre de lo nuestro. Sangre de un artista en todos los sentidos de la palabra, de un hombre concienciado con la tradición y con su tiempo. Espiritual hasta el filo, resucitado de todos los esfuerzos.

Charo Alonso.

Fotografías: Carmen Borrego.