El invierno le pertenece al frío de las manos. Diciembre está salpicado con aquellos días que juegan a disfrazarse de soleada nostalgia por el día y agonizan por la tarde. Las luces navideñas se limitan a cubrir una ausencia que quizás sea más deseable. Encauzar el frío como quien trasvasa un río, convertirlo en un icono pop sesentero de luces de neón. “Sentí el invierno sacudiéndome los huesos”.
Sylvia Plath describe en La campana de cristal la inestabilidad del ser, maleable como arcilla y encerrado tras una mampara que le impide respirar. En ella relata la bajada a los infiernos de Esther Greenwood, atrapándose la vida de la propia Plath entre las líneas del libro. Puede diferenciarse una primera parte de silenciosa oscuridad, concentrada en los días neoyorquinos de Esther, coartados por un repetitivo y forzoso horario de actividades estúpidas y rodeadas de personas caricaturescas, de carisma inexistente. Un continuum de extravío inusitado, en escala de grises. Comprende una crónica de la soledad acompañada, al igual que la nieve se funde al caer sobre una superficie húmeda, Esther acaba ahogándose en un profundo desconocimiento de sí misma, con un recuerdo del pasado—un amor que no parecía sentir—acechando su vida social. Como si se tratase de un juicio mal juzgado, con ella pagando condena. Ella se “refugia” en la carestía de una verdadera compañía y se dedica a esperarla. A que llegue sin avisar. “El teléfono blanco, al lado de la cama, podía haberme conectado con las cosas, pero allí estaba tan inanimado como la cabeza de un muerto”, existe una horrible lejanía entre los demás y ella, insalvable, que la atrapa en su propio silencio. Introduce la necesidad de un interlocutor que reciba lo que piensa, lo que siente, que profundice en la conversación. Este mismo silencio obliga a continuar conversaciones con el que debía haber sido el interlocutor, rellenar su ausencia y topándose con el corazón desahuciado y decepcionado. “El problema era que yo siempre había sido inadecuada, simplemente no había pensado en ello”. Finalmente, el desasosiego acorrala a Esther.
La segunda parte es el trasunto de la asfixia. La soledad se manifiesta como una campana de cristal que la ahoga e incapacita, impuesta por el electroshock. Los días se vuelven leves, Esther no los siente en sí. Desea y busca fundirse con el polvo, ser barrida por el viento. Comprender su intensa melancolía escapa de mí tanto como escapaba de ella misma. “Dije que no, que me gustaba el olor del humo. Pensé que si la doctora Nolan fumaba tal vez se quedara más tiempo”, recordando la importancia de la conversación. Incorruptible se mantiene el cristal, una vitrina que no protege el preciado bien, sino que lo petrifica y deseca. Lo deja morir y fosiliza. Solo puede esperar que se levante ligeramente para que el aire entre y que nunca más vuelva a encerrarla.
La lectura de La campana de cristal no parece haber cambiado mucho con los años. Sigue siendo confesional y testimonial de un frío sentimental, a riesgo de que incautos romanticen la desesperación que acabó con Sylvia Plath. Seguimos ateridos por el frío su eterna vivencia y nos recuerda la importancia de una salud para todos. Nadie merece ser atrapado en sí mismo. Pienso en ello viendo la campana de cristal inerte y de luces LED cada mañana. Recuerdo que se puede entrar en ella, permitir que te taladre la retina cuando anochece. Recuerdo que deja pasar el aire.
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