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Ensayo sobre la poesía II
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Ensayo sobre la poesía II

Actualizado 19/11/2022 10:03
Juan Ángel Torres Rechy

Los leo, entonces, escuchando su sonido solamente, si bien por lo general el sonido concorde no pueden no encontrarse íntimamente vinculado con un pensamiento lógico dado a luz a la gracia del ornamento poético. El pensamiento claro suena bien.

Cómo escribes, Angel, me decía hace poco una amistad. Yo me encontraba redactando la columna de la semana pasada con la primera parte del Ensayo sobre la poesía. Ella había llegado a acompañarme a un café del centro de la ciudad. Había poca clientela debido a la apertura reciente de otro café apenas a unos metros de distancia. Yo tenía mi columna en la pantalla de mi ordenador. Ella se asomó a mi escrito y sintió la natural necesidad de conocer cómo redactaba esas cosas sobre la poesía. La escritura, como todo lenguaje, pienso, se compone de la misma sustancia de su esencia recogida de producciones anteriores debidas a otras autorías. No se escribe con pintura ni se usa barro para darle forma a su contenido de palabras. Las palabras dispuestas en la página en blanco antes fueron leídas, o esas palabras nuevas han sido creadas con base en la operación alquímica del alma mediante la recuperación de las palabras acumuladas anteriormente en la memoria, la voluntad, el entendimiento.

Los demás soportes de la pluralidad de artes posibles ciertamente influyen en la capacidad de expresión de alguna cosa determinada en la escritura. El universo de posibilidades materiales y espirituales, no solamente reducidas al campo de las artes, infunde su suministro vital para la composición literaria. El pasado llega al recuerdo de la memoria, se vierte en la página con la voluntad del escritor reclinado en el silencio de sus horas de trabajo, la suma de todo eso encuentra su punto de partida y su punto de llegada en el entendimiento. Resulta incalculable el espacio de la existencia dentro del vacío de las hojas impresas. La geometría constituye otro de los rasgos de estas cosas. La forma del escrito nos habla y nos sugiere su modo de ser. Su figura se perfila al trasluz del olvido del futuro y la ignorancia del pasado. La construcción se equilibra tanto en su contenido como en su continente.

La dimensión de la narrativa de un acontecimiento material o inmaterial exige la adopción de un punto de vista. No se trata el asunto de verter sin más una cosa en un recipiente determinado. Como en el caso de la expresión y la apreciación de un cuadro, la imagen evocada en las letras se reviste por su naturaleza misma de una perspectiva desde el sujeto al objeto. De alguna manera mediante el empleo de una capacidad abstracta de comunicación la voz, o la pluma, delinea el contorno de un objeto en relación con una mirada muy concreta y real del lector o el oyente. Todo esto, sin embargo, opera en la dimensión de lo invisible. El imperio de la literatura responde no a los ojos físicos dispuestos en torno de los párpados. Su masa, en cambio, se instala en otra región diferente. Son los ojos del alma la parte de nuestro cuerpo espiritual capaz de apreciar el fenómeno artístico. En ese sentido, probablemente, no resulte del todo incorrecto el establecimiento de un lazo entre la sustancia de la literatura suspensa en esas regiones impalpables y la sustancia de los sueños radicada, no lo sabemos, quizá en un espacio similar de la existencia de nuestras personas. Así como esto se aprecia desde lo inconcreto e inmaterial, se expresa por partes iguales desde esos ámbitos fantásticos. El escritor desarrolla esa habilidad.

Yo no sé si una conversación con los difuntos al modo de lo versificado por Quevedo sea real. El cuerpo de un escrito contiene necesariamente el alma del autor. De eso no tenemos dudas. Toda creación conserva una huella de su autoría. El autor no puede no dejar impresa en el alma de su obra algo de su alma propia. Sucede lo que pasa con la descendencia. Los hijos reciben una impronta debida solamente al origen de la procreación de los padres. Siguiendo esa lógica, el estudio de un texto no puede no llevarnos al diálogo con su sustancia. Si bien entre sus características esenciales la lectura comporta una actitud pasiva, no por ello será menos cierta la implícita disposición activa a la hora de leer por parte de quien recorre con sus ojos el panorama de lo escrito e instintivamente, o voluntariamente, lleva a esos contenidos su humana actitud crítica debida a la irrefrenable tendencia a confrontar lo ajeno con lo propio. En esa dirección, probablemente, sí resulte posible hablar de una conversación con los difuntos quevediana en el entramado de las cosas de las letras.

La escritura también la podemos comparar al hecho de situarnos al borde de un abismo y no dejarnos caer. El rigor de la puesta en marcha de la escritura requiere un punto de apoyo firme. Nadie puede levantar en un plano físico un objeto pesado si no cuenta de antemano con un punto de apoyo seguro. Con la escritura pasa lo mismo. Se echa en necesidad ese cimiento de metro y medio para levantar un palacio modesto como un hogar de clase media alta. El artífice de la obra encantada en el hechizo de las palabras puede representar al modo de una pintura una escena equis o ye sin importar que se trate de una estampa bucólica o una demoníaca. Eso está de más, el contenido de la representación en este momento no nos interesa. Simplemente mencionaremos que hace falta no sucumbir para no reventar la pompa de jabón subiendo ante los ojos del alma con la sustancia de lo representado en las letras. Se requiere esa fortaleza para no implicarse en la puesta en escena aunque no sea esa puesta en escena otra cosa mas que el reflejo de uno mismo. La obra adquiere una vida independiente de la pluma cuya tinta la trajo al mundo.

Cuál es la diferencia entre la prosa y la poesía. Yo a pocos poetas los leo como si me encontrara frente a una obra en prosa distinguiendo con claridad los caudales del pensamiento lógico en la corriente de la música de los versos. Un Leopardi da cuenta cabal de estas capacidades. Jorge Luis Borges por supuesto lo hace por igual. A los más de los poetas los leo con los ojos cerrados. No cuento con los recursos para entenderlos. Acercarme a sus postulaciones me demanda un estudio milimétrico, exhaustivo, paciente, de sus enunciados para eventualmente dar con el supuesto sentido inscrito en las piedras de sus composiciones. Los leo, entonces, escuchando su sonido solamente, si bien por lo general el sonido concorde no pueden no encontrarse íntimamente vinculado con un pensamiento lógico dado a luz a la gracia del ornamento poético. El pensamiento claro suena bien. Un profesor de la Universidad de Salamanca me habló sobre ello. Una tarde en su despacho cuando le di a leer un así llamado poema mío respondió diciendo que no era lógico. La poesía, en efecto, no puede no ser lógica. Si las categorías de la verdad, la bondad y la belleza tienen por naturaleza una compenetración indivisible entonces la lógica de un discernimiento claro y preciso no puede no brillar por su presencia. Si el todo en la creación se rige por lo uno en su indivisibilidad constitutiva, la diversidad de lo no concorde no puede constituir una pieza acabada y pulida.

Si resaltamos la apariencia fantasmagórica de unas embarcaciones en la distancia de la niebla en el mar, no estamos haciendo otra cosa más que echar luz sobre esa manifestación muy llamativa de unos objetos frente a nosotros. Eso sí resulta lógico. Esa apariencia incluso en el lenguaje poético podemos levantarla como si de una roca se tratara para lanzarla contra el oleaje en un arrebato de furia. Evidentemente eso no resultaría posible en la realidad del día a día, mas no por ello resultaría ilógico decirlo. Cuántas veces no hemos querido levantar el conjunto de nuestras circunstancias para arrojarlo muy lejos adonde la oscuridad termina y la aurora de un amanecer nuevo comienza. Eso no cabe en las posibilidades de la acción en la materia, pero lo entenderíamos como una figura donde el autor utiliza los elementos de su entorno para abordar la comunicación de un sentimiento de impotencia o frustración.

La escritura, en otro orden de cosas, tiene vasos comunicantes con la soledad. Si no en el exterior de un posible páramo entre piedras y raíces secas, al menos sí en el interior del alma. El demiurgo también llamado vate o mujer u hombre letraherida letraherido necesita pasar por ese trance incierto del aislamiento no material para curtirse en el rigor de la disciplina aparejada al acto de escribir. Como suele leerse en algunas estampas de las redes sociales, o en algunos pocos memes, la persona de antemano habrá debido crear esa capacidad de bastarse a sí misma para no depender de nadie más en cuanto a aspectos de bienestar emocional o sentimental se refiere. Solo nace el árbol y da sus frutos sabrosos y desbordados cuando la semilla ha muerto en la tierra.

Juan Angel Torres Rechy

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