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Atarse los zapatos
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Atarse los zapatos

Actualizado 14/11/2022 09:15
Concha Torres

Cuando aprendí a leer, era tan pequeña que no recuerdo esa emoción especial que cuentan algunos que supuso el juntar letras y darse cuenta que formaban una palabra, y luego otra y otra más y así hasta el infinito. Pero recuerdo perfectamente la alegría que supuso el conseguir atarme los zapatos yo sola, con una lazada indestructible que me enseñaron mis padres y que, por supuesto, tuve que repetir mil veces antes de que saliera como debía; atarse los zapatos fue una pequeña victoria en esa cosa de ir pasando por la vida y haciéndose mayor. A esa le sucedieron otras muchas que recuerdo como menos gloriosas: ir al colegio sola (en las provincias empezábamos muy pronto porque se consideraba que eran ciudades seguras) , hacerte el DNI por primera vez, sacar el carnet de conducir, matricularte en primero de carrera y afrontar a unas señoras implacables que descubrían que siempre te faltaba un papel, o una póliza de cinco duros, aquel impuesto absurdo en forma de pegatina que exigía el estado para casi todo…Y no, no me reclamen el lenguaje inclusivo; al otro lado de aquellas ventanillas ochenteras solo había señoras, y todas eran absolutamente insobornables y mayormente antipáticas.

No me parecen dignas de recordar otras victorias, como abrirte una cuenta de ahorro en el banco, tener que alquilar un piso para compartir, pagar por primera vez a hacienda, pedir un préstamo hipotecario o llegar a esa edad madura en la que comienzan a contarse las pastillas que hay que tomar al día y hay que vigilar el colesterol; pero eso también es ir pasando por la vida, aunque a tu prole ya no le tengas que enseñar a atarse los zapatos porque se inventaron las zapatillas con Velcro y el DNI es tu criatura la que te enseña a ti como hacerlo porque, como tantas otras cosas, el proceso se ha digitalizado y de eso saben ellos más que nosotros. De lo de los bancos y sus primeras veces mejor no hablamos, no sea que no nos suba la tensión y tengamos que tomarnos una pastilla de esas que se han convertido en habituales de la mesilla de noche.

Para aprender a atarme los zapatos, recuerdo que tuve que estar muy pendiente de cómo lo hacía mi padre: ese bucle con una mano, la otra que lo rodeaba con el cabo suelto, pasar por un lado y por otro y luego tirar sujetando los dos bucles formados; para más seguridad, hacer un nudo simple con los dos bucles. Días y días de práctica, bucles que se deshacían, zapatillas que parecían sujetas y se desataban al primer salto y vuelta a empezar; probar frente al espejo, sentarte en paralelo a tu maestro de lazadas y repetir miméticamente cada uno de sus movimientos… Ya está, mira qué fácil, ahora prueba tú, no por ahí no, por el otro lado…Y al cabo de cien ataduras fallidas, el milagro se producía, y una se sentía más mayor y más sabia que cinco minutos antes. Y como en la Edad Media hicieron carpinteros, orfebres y curtidores, el gremio de padres le transmitía al gremio de hijos una sabiduría ancestral que servía para echarse a la calle con los zapatos sujetos y tachar esa casilla del carnet por puntos que nos regala la vida al nacer.

Mucho, muchísimo he leído en la vida y otro tanto he aprendido de las páginas de esos muchísimos libros; y todo ello no es nada al lado de lo que he aprendido de mis mayores, a veces simplemente mirándolos hacer. Lo que uno aprende por imitación de un señor (o señora) mayor al que se admira, no se olvida jamás y generalmente es tan útil como respirar. Dicen que Eisenhower, en plena negociación para finalizar la guerra de Corea y siendo ya presidente de los EE. UU. se escapaba a la juguetería más cercana de Ginebra a comprarle herramientas de plástico a su nieto David, porque “alguien tendrá que enseñarle a apretar las tuercas, para cuando sea mayor”, lo que confirma mi teoría de que los países necesitan menos jóvenes al mando y más abuelos preocupados por la suerte que correrán sus nietos el día de mañana.

A mí el Velcro me quitó de enseñarle a mis retoños cómo atarse los cordones; como la memoria de los teléfonos móviles me ahorró el tener que pasar tardes enteras obligándoles a memorizar el número de casa, pero si la vida me trae nietos (por ahora no tiene trazas) aquí me tendrán para comprarles herramientas y enseñarles a atarse los zapatos…O lo que haga falta que, para entonces, a saber qué será.

Concha Torres

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