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Todo lo que era sólido
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Todo lo que era sólido

Actualizado 09/11/2022 08:14
Ignacio Martín

Hace poco cayó en mis manos, bueno, metafóricamente, porque lo he leído en el Kindle, Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina; me pareció un muy buen ensayo, aunque no esté de acuerdo en todo… Y, sobre todo que, escrito al calor de la crisis de la década pasada en España, ayuda a entender mucho de lo que hoy pasa, allá… y acá.

Por eso he vuelto a hacer una de esas columnas de citas "desordenadas", buscando que tenga algo de sentido… que nos ayude a entender... más bien a dudar y a cuestionarnos... y que se les antoje leer el libro.

Construir bien algo valioso, una mesa, un edificio, un sistema sanitario, una democracia, cuesta mucho esfuerzo, mucho tiempo, mucho talento, mucha paciencia; incluso puede resultar tedioso, y además ingrato para quienes hacen el esfuerzo y rara vez reciben una recompensa a la altura de lo que merecían. Destruir es rápido y no cuesta prácticamente nada, y además a veces tiene un inmediato impacto visual que la lentitud de la construcción suele hacer imposible.

La democracia misma nos hizo demócratas, y no de un día para otro. Pero era tan frágil, tenía unas raíces tan débiles, había nacido en condiciones tan difíciles, que no podía calar de verdad, a no ser que se hubiera hecho lo que no se hizo, un inmenso esfuerzo pedagógico, una tentativa de convertir cuanto antes en tradición lo que todavía estaba recién inventado.

Probablemente no hay un país en el que se discuta y se escriba tanto de política y en el que sin embargo sea tan raro el debate: el contraste argumentado y civilizado de ideas en el que cada uno se expresa con libertad y está dispuesto a aceptar que el otro tenga una parte de razón y hasta a cambiar de postura si se le ofrecen motivos o datos que desconocía y que puedan persuadirle; la convicción de que, por debajo de las divergencias, incluso las más tajantes, hay una base sólida de acuerdo, y por lo tanto la posibilidad de encontrar un terreno intermedio, de ceder en algo para ganar en algo.

En un país en el que todo depende de la política las formas posibles de coacción son innumerables. En el nuestro se han hecho cada vez más groseramente explícitas. Qué periódico va a atreverse a criticar a un alcalde o al presidente de una diputación o comunidad si de la noche a la mañana pueden retirarle los anuncios institucionales y las suscripciones o las subvenciones directas de las que depende su supervivencia.

No está el mañana ni el ayer escrito. El fatalismo de que nada podrá arreglarse es tan infundado como el optimismo de que las cosas buenas, porque parecen sólidas, vayan necesariamente a durar.

Todo eso nos parece muy sólido. No porque lo sea, sino porque siempre o durante mucho tiempo lo hemos visto así, y nuestra imaginación es muy limitada. Imaginamos si acaso un deterioro gradual, o pasajero, pero no un derrumbe definitivo.

Como es mucho más fácil destruir que construir, la masa crítica de la calamidad suele tardar menos en llegar que la de la concordia cívica.

Los que conocimos el mundo anterior tenemos la obligación de contar cómo era: no para que se nos admire o se nos compadezca por las escaseces que sufrimos, sino para que los que han venido después y lo han dado todo por supuesto sepan que no existió siempre, que costó mucho crearlo, que perderlo puede ser infinitamente más fácil que ganarlo. Y que si nos importa de verdad tenemos que comprometernos para defenderlo y mantenerlo.

Nunca olvido la terrible advertencia en el poema de Yeats: “The best lack all conviction, while the worst /are full of passionate intensity” (“Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores/están llenos de apasionada intensidad”).

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