No hay aviso o comunicación previa (casi nunca), aunque es algo sabido por todos desde que, hacia los cinco o seis años (dependiendo de lo espabilados que seamos) comenzamos a cuestionarnos cosas que no gustan demasiado a quienes tenemos alrededor y para quienes somos (frecuentemente) el centro del universo.
Las respuestas suelen ser vagas, indeterminadas, inciertas, ante tanta pregunta insistente y tanto querer saber.
¿Se va a morir la abuela? ¿Cuándo? ¿Y la vecina que hemos visto en el ascensor? Y tú, ¿tú también te vas a morir? ¿Y mi amigo?
Y nos miran así, con esos ojitos nublados, ahogados, inocentes; y el agua salada, que podría brotar a chorros de aquel profundo dolor tan solo imaginado, comienza a contenerse y a creer que falta mucho, o que a papá y a mamá no les va a pasar nunca. Ni a la abuela. Ni al amigo... Ni a nadie.
Los grandes interrogantes que nos planteamos en la infancia en realidad son difíciles de resolver. El destino, se dice. Llegó la hora, se argumenta. El camino al cielo. El encuentro con el paraíso, dicen las religiones, la reencarnación. Los telómeros, que son tan importantes en la renovación de las células del organismo, se van acortando con la edad, como si fuera un reloj de arena que acaba caducando con el paso del tiempo, dicen las investigaciones de la Biología.
Según la sociedad en la que vivimos, al mismo hecho se le da distintas respuestas. En algunos países, como India, se incineran los cuerpos fallecidos en una pira a orillas del río con un afán purificador, acompañados por ritos e inciensos, y posteriormente se arrojan al agua. En Indonesia desentierran a sus familiares, casi momificados, los limpian, les cambian de vestimentas y los hacen partícipes del encuentro con sus seres queridos para dignificar sus cadáveres, y vuelven a embalsamarlos y devolverlos a sus féretros tras haber compartido su presencia. Hay tradiciones, como la mejicana, que prefieren levantar altares, llenarlos de fotografías de los finados y símbolos de la muerte, de guirnaldas de flores, de velas, y desfilan, con coloridos disfraces y calaveras sonrientes para burlar a la parca. Otras culturas, en cambio, realizan decoraciones de esqueletos, cajas mortuorias y tumbas para acostumbrarse a la idea. En otros lugares las lápidas se limpian y se cubren de farolas y flores dejando bien visible el nombre del finado, su retrato, a veces una dedicatoria, o se reza un responso… Incluso, por la pobreza del país y lo elevado de los alquileres de las viviendas, en otros sitios se han visto obligados a vivir en los cementerios teniendo cerca las sepulturas de los familiares y conviviendo a diario entre ellas.
En la actualidad se añade Internet, donde también se comparten candelas de luz, velas llameantes, deseos de paz y descanso eterno para los familiares y conocidos con cuya presencia ya no contamos.
La muerte es siempre difícil y muy dura de llevar. La falta, la ausencia, la pena, el echar de menos, son sentimientos que nos inundan cuando alguien se va, y además remueve en nosotros miles de preguntas que nos respondemos con mayor torpeza o acierto, a la luz de las creencias, o no, de cada uno.
Se habla mucho de la necesidad de superar la muerte de un ser querido. No me parece la palabra más adecuada. Creo más bien que, ante la pérdida, debemos realizar un aprendizaje que es muy duro, infinitamente triste, profundamente doloroso, para el que nadie nos prepara, y en el que cada uno de nosotros vamos encontrando, a nuestro modo, la manera de recolocarnos, de estar en el mundo, de resituarnos ante la nueva variante que en todos los sentidos se produce en nuestra existencia, intentando ir conviviendo con el dolor que nos ocasiona, de forma que el tiempo lo vaya atenuando para que deje de ser una herida tan abierta, y que nuestra vida vaya, lentamente, poco a poco, dejando de ser un páramo de soledad, de orfandad, de falta de compañía.
Pero siempre hay algo que nos une y nos vincula por encima de todo: el recuerdo. Rememorar lo común, revivir lo que la persona nos ha transmitido, agradecer el tiempo compartido, valorar sus enseñanzas, el amor, la entrega, la amistad incondicional, la fidelidad, el profundo respeto, el cariño que intercambiamos.
Cada persona que conocemos en el camino de la vida nos aporta algo diferente. Cada uno de nosotros somos únicos, e irrepetibles. Encontrar a alguien con quien hemos podido compartir nuestro tiempo es un regalo. En la mayoría de ocasiones, un placer y un honor. Y eso es lo que siempre permanece.
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