Llueve y salen del armario las botas de agua de colores, los chubasqueros que crujen en su afán de dejar que corra el agua, crujido de movimiento. Fuera del paraguas que entorpece el paso y nos hace parecer setas en movimiento sobre el asfalto brillante, los niños hacen su tarea de charcos, su gracioso vuelo de mariposas plastificadas de vivos colores. La lluvia este otoño de temperatura feliz es un regalo del cielo que tiene barro resbaladizo y cualidad de impermeable. Miro a los niños y su valiente alegría empapada de lluvia y abro la puerta de la casa donde yo lo era, niña hace tanto tiempo que solo recuerdo de la lluvia la calidez de un jersey de lana cuajado de gotas al volver de la escuela de las tardes, camino de barro, barro y barro por los barrios que entonces se dejaban arreglar con la lentitud de a modernidad provinciana.
En casa de mis padres la televisión es una presencia consoladora y constante a la que no presto atención. En la mía, la pantalla es un párpado ciego. Me he acostumbrado a oír la desdicha por la radio, a leer titulares sin fijarme en las imágenes. Es la higiene de quien no quiere sufrir más de lo que el lenguaje imprime en la capacidad de dolor. Y sin embargo, entre los edificios derruidos, las gentes heridas, los carros de combate sacados de otro siglo, las puertas inmensas de un Putin, zar de la desesperación, verde el contrincante con el uniforme de la impotencia, aparece un niño en un barrizal, arrastrando una bolsa de juguetes. Llora y lleva un chubasquero de mil colores, pequeño y alegre en su capucha de duende, bolsa que arrastra de pequeños tesoros, sus cachivaches recogidos de una casa que seguramente sucumbió al abandono o al bombardeo.
Llora este niño y me quedo prendada de su imagen desnuda de otros seres, en medio de la calle o camino enfangado. Es un destello apenas mientras anuncian que el seguimiento de la guerra de Ucrania le ha otorgado a la televisión estatal un premio. Se suceden las imágenes de la desolación y, sin embargo, yo sigo oyendo y viendo al niño que arrastra su maleta de juego, su cuerpito de colores, su soledad llorando lejos de quien pueda consolar el dolor de su pena. Me he quedado prendida de esa imagen y me puede, me llena, me condena. Despierto con ella y quiero pensar que tras la toma de una cámara tan letal como un arma, estaban el abrazo y el consuelo, pensar que hubo unos brazos que le alzaron del suelo para enjuagar su llanto y el mío. Que habrá un final para todo esto.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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