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Resistencia, pero sin manual
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Resistencia, pero sin manual

Actualizado 27/10/2022 09:52
Tomás González Blázquez

El martes pasado ya estaba a punto de salir de la consulta de Mahide. Había logrado acomodar sobre el hombro derecho las dos bolsas, la del ordenador y la del fonendo y otros utensilios, y cogido con la mano izquierda el maletín, ese clásico bulto donde los médicos de familia llevamos un poco de todo y para los rurales es nuestro segundo aliado, después del sentido común. Dispuesto a emprender el camino hacia el siguiente consultorio, el de Figueruela de Arriba, me abordó el típico paciente sin cita: muchos porque no logran obtenerla cuando llaman y nadie contesta (¡oiga, señor Sacyl, haga algo!), en este caso intuyo que no la había solicitado. “Me pilla por los pelos, ya salía”. “Perdone, era sólo para una receta”. “Vale, dígame cuál y ahora se la hago en Figueruela”. “Nada, el antibiótico”. “¿El antibiótico? ¿Pero le han visto de urgencia?”. “No, pero la garganta…, tenía en casa de otra vez y…”. “Ande, siéntese en la camilla”. Y hubo que abrir el maletín y bajar la mascarilla.

No llevaba puesta la bata, pero me hizo recordar lo que en la guardia anterior había colocado en su bolsillo superior, regalo reciente de una profesora de la Facultad de Farmacia. Parece una cruz y es rojiblanca, pero no tiene que ver ni con la cofradía de mis amores ni con el equipo de fútbol de mis secundarias simpatías. Estas dos cápsulas entrecruzadas, blanquirrojas, que recuerdan en algo a los azules sacylianos, pretenden concienciar acerca de un problema que nunca preocupa hasta que se sufre: la resistencia creciente de muchas bacterias ante los fármacos destinados a luchar contra ellas, esos antibióticos que sobraron de la otra vez y estaban, muy a mano, como diciendo “¡ingiéreme!” en el frutero de la cocina. Sobraban, porque ya estábamos bien y decidimos suspender el tratamiento antes de lo indicado por el médico o porque, en un círculo vicioso, habíamos comenzado con algún excedente de pastillas de la madre, el cuñado o la vecina, siempre solícita a la hora de emitir consejos terapéuticos.

El emblema en cuestión fue presentado hace un par de años y lo diseñó un sueco, David Ljunberg. Las cápsulas se entrecruzan a partir de dos corazones, uno rojo y otro blanco. Seguramente pronto tenga cierta repercusión, porque un día de noviembre, no recuerdo cuál (resulta imposible con tantos días mundiales como existen, y yo ya tengo en la memoria bastante santoral), está dedicado al uso prudente de los antibióticos. Si se sigue imponiendo la imprudencia, habrá más resistencia. Pero de la mala. De la que hace abrir el maletín.

También existe la buena, esa resistencia que no se aprende en un manual escrito por una negra, que no sé si es un progreso respecto al plagio, porque yo de progreso no entiendo. Es la resistencia ante la adversidad, la que al mal tiempo pone buena cara, la que se bebe la botella medio llena y aún la ve suficiente para su sed. De esta resistencia me enseñan muchos enfermos cada día. La forjan en la paciencia, que por algo son pacientes. No sé si aprendo lo que debiera pero no se cansan de insistirme.

Abunda, a su vez, la resistencia que, en este mundo de lo grisáceamente correcto, se percibe hacia quienes, en unas pocas cuestiones fundamentales, no en aquellas que admiten e incluso requieren la diversidad de pareceres, nos mostramos en el blanco o en el negro. No tengo sensación personal de ser un resistente, sino de que se levanta una resistencia mayoritaria hacia las convicciones profundas. Las desprecian como dogmatismo y las rechazan como polarización, aunque en el trato personal entre dos personas que podamos estar una en el blanco y otra en el negro se dé una relación afable y hasta fraternal. Puede haber dos corazones, blanco y negro, que se entrecrucen como las cápsulas, pero los adalides de la tolerancia recelarán y azuzarán la discrepancia. Lo correcto es el gris.

Fieles a estas pautas, en las últimas semanas me han hecho sentir escalofríos el que durante más tiempo ha ocupado recientemente la presidencia del gobierno de España y el que aspira a suceder en ella al resistente del manual. Felipe González afirmó detrás de un atril de su partido, en el que se identificaba la democracia exclusivamente con la victoria de sus siglas, que “hay una verdad que he aprendido: en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”. Por su parte, Alberto Núñez Feijóo ha declarado en una entrevista: “Abortar es una decisión muy complicada, muy difícil. Y hemos de respetar a la gente que toma esa decisión”. La caricatura de la verdad, voluble y manipulable, y el respeto a matar y a no matar, como si fueran lo mismo, definen bien a nuestros políticos. El centro es el gris, que sin verdad es profundamente oscuro. Un gris plomizo que buscan con denuedo los más afines al bipartidismo, porque lo de gobernar en coalición es muy incómodo para los amos y hay que sacarles, como sea, de ese trance. Están gastando mucha tinta gris en las rotativas de adscripción genovesa, por estos lares de observancia alfonsina, y me imagino que pasará lo mismo allí donde los que encabecen los gobiernos sean los del mentiroso atril donde, como hice yo el mes pasado, han soplado ayer cuarenta velas. Eso sí, todavía tienen pendiente hacer algún comentario sobre ese golpe de estado que obra en su palmarés (memoria democrática, tralará).

En resumidas cuentas, salirse del guion con alguna afirmación de calado moral hará que los progresistas te llamen facha y los liberales algo así como neopuritano. A lo mejor te cancelan, como se denomina ahora a hacerte la cruz, que es mucho más descriptivo y honorable, pero siempre puedes intentar resistir abriendo el maletín, explorando esa garganta y decidiendo por ti mismo. Pensándolo mejor, en el Atleti y en la Vera Cruz sí sabemos algo de eso…

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