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El último viaje
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El último viaje

Actualizado 26/10/2022 08:21
Juan Antonio Mateos Pérez

La muerte no guarda silencio sobre nada.

ELIAS CANETTI

La muerte es lo más propio de la condición humana; constituye la evidencia física, empírica, brutalmente irrefutable, de esa cualidad metafísica de la realidad del ser humano que llamamos finitud

J.L. RUIZ DE LA PEÑA

Silencio, puerto del navío.

Silencio en Dios, puerto de todos los navíos.

SAINT-EXUPÉRY

En estos días acudimos de forma más asidua a los cementerios, limpiamos las tumbas y llevamos flores a los restos mortales de nuestros seres queridos. Queremos llevar unas migajas de vida a ese lugar de sueños, atravesado por la más profunda soledad y silencio. Con ello, buscamos recordar a nuestros seres queridos, a esos con los que hemos vivido y soñado, tocado y sentido, caminado y reído y, también, no olvidar que en medio de la vida estamos rodeados de la muerte. Como un rayo sentimos que el ser humano no es más que un momento de lucidez entre el todavía no ser y el regresar a la nada. Mi muerte es participación en la muerte de mis seres cercanos, en su “estar ahí” me desvela un sentido global de la realidad.

Este asumir la muerte desde el sentimiento y el pensamiento, privilegia un cierto sentido positivo, aunque para muchas personas es ruptura y desgarramiento. El hombre siempre al cuidado de sí mismo, es un ser inacabado. Se pregunta por su totalidad, por ese “plus” que no es, ya que la muerte le desplaza de su ser en el mundo. Preguntarse por la muerte es, evidentemente, preguntarse por el sentido de la vida humana y de la historia, por la validez de las exigencias éticas absolutas, y por las posibilidades y alcance de la esperanza humana.

Cada ser humano en nuestra individualidad debemos ser capaces de preguntarnos por la muerte. Mientras no podamos hacerlo, no seremos dueños de nuestra propia existencia, de nuestra propia historia. Desde ahí desvelar el sentido de nuestra existencia, porque la muerte está estrechamente relacionada con la vida. Vivir significa siempre, al mismo tiempo morir. Solo la muerte hace definitiva la totalidad de la vida. Comentaba el filósofo W. Kaufmann, que la lejanía de la sensación de la muerte, la vida se corrompe y se vacía, solo si uno espera morir pronto la vida es más enriquecedora y el amor es más profundo.

En esa unidad que forman la vida y la muerte, la vida se abre paso en las profundidades de la existencia. Ítaca de la mano de la esperanza se abre camino en la soledad del tártaro. Recuerdo aquellas palabras de Julián Marías: “La esperanza en que la muerte no sea el final de la realidad humana es, si no universal, compartida por la inmensa mayoría de los hombres de todos los pueblos y épocas”. En el mundo griego ya se hablaba de lo imperecedero del ser humano, el alma inmortal no se veía afectada por la muerte del cuerpo. En el mundo judío que no distinguía entre alma y cuerpo, con la muerte moría todo ser humano, solo Dios podría insuflar la vida en el espíritu del difunto. Sin esperanza la vida perdería todo su sentido, se hallaría bajo el signo del fracaso y de la nada.

Todos somos conscientes en nuestra vida de muchas experiencias preñadas de sentido, porque ni siquiera la muerte carece de sentido. De estas experiencias de sentido es de donde ha nacido la esperanza de proyectarnos más allá de la muerte. Nos recordaba Adolphe Gesché que el enigma es elemento constitutivo de nuestra condición, con el que deberíamos aprender a convivir tanto en el plano de la racionalidad, como en el de la afectividad, y en el de la acción.

Al elaborar nuestro propio proyecto tendremos que contar con lo indecible, con el misterio, con la opacidad, e incluso con lo "insoportable". El ser humano padece una especie de búsqueda de lo infinito en lo constitutivo de su ser (Levinas). El ser humano vive una desproporción interior, un exceso que explica ese estado de no plenitud, con lo que la propia naturaleza le hace transcender el límite y abrirse a lo absoluto. Su naturaleza siempre en búsqueda, siempre más allá, le hace gritar hacia el infinito.

Esa exigencia de infinitud del ser humano puede hallar su respuesta en la esperanza cristiana, que se funda en la resurrección de Jesús. Puede que para algunos les resulte un canto de sirenas, algo simplemente bonito. Si es ardua la espera en la resurrección, más cuesta arriba se me hace conformarme con que la vida humana finalice con el ruido de la pala del enterrador. El exceso de bien de esperanza escatológica del cristiano plantea un reto que en honestidad intelectual y humana del que no podemos desentendernos. Es cierto, parece un salto al vacío, pero no podemos esperar al último momento para atravesar su oscuridad. El misterio es una realidad que solo puede ser palpada en la noche oscura del alma.

Ante la cruz de Jesús, podemos tomarnos más en serio la falta de sentido de la realidad, la desesperación que supone la vida y la oscuridad de la muerte. El Dios de Jesús, se hace solidario con el dolor y la muerte, compartiendo el destino del hombre atravesando la muerte. Ahora la muerte, es una puerta que nos abre a esa realidad indecible, donde no hay lágrimas ni dolor, donde todas las piezas encajan y cobra sentido verdadero toda nuestra existencia. Los amigos de Jesús lo llamaban resurrección, reconociendo en su perplejidad que Dios era la primera causa de la vida y de la muerte.

Visitar a nuestros difuntos, nos debe hacer recordar que hay tarea de nuestra parte. Siempre me conmueven aquellas palabras de Saint-Exupéry: “Cuando muera. Señor, llego hasta ti porque he trabajado en tu nombre. Para ti las simientes. Yo he edificado este cirio. A ti corresponde encenderlo. Yo he edificado este templo. A ti corresponde habitar su silencio”. Todo nuestro ser y toda nuestra realidad la ponemos en manos de Dios, no queda otra.

Pero también nosotros podemos anticipar de alguna manera la luz de nuestro cirio. Ya que podemos ser más humanos cuando somos capaces de dar vida, cuando tomamos la distancia suficiente para poder valorarla y desbrozar aquello que es más superficial y, así podemos vivir en comunión con lo esencial. Solo podemos unirnos a nuestros difuntos cuando hemos recorrido el mismo camino y hemos realizado la misma elección que ellos, morir allí donde estábamos excesivamente vivos, y nacer allí donde aún estamos muertos.

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