Desde hace un par de décadas, aproximadamente, en el campo de la psicología clínica solo se oyen estas dos variables o conceptos, ansiedad y depresión, a la hora de hablar de psicopatología. Como este es un artículo sobre divulgación, escrito para un público general no especialista, creo que es importante señalar aquí la limitación de reducir todo el amplio abanico de patologías psíquicas, emocionales, a dos, como si solo estos dos conceptos, representaran la totalidad del acaecer en el malestar psíquico. Como veremos, este hecho tiene sus consecuencias prácticas negativas.
Si el ciudadano medio actual siente un malestar o dolor en su vida psicológica, lo primero que hará será ver si él padece alguno o ambos de esos dos estados: depresión o ansiedad. Si no los percibe en sí mismo, concluirá que quizás no le pase nada en su vida emocional, al no sentirse ni deprimido ni ansioso.
Pero hay dos hechos que es necesario aclarar: uno, que hay muchos otros modos de sentir dolor o malestar psíquico, sin sentirse conscientemente deprimido o ansioso. Y dos, que con frecuencia, los estados depresivos o de ansiedad están latentes en el sujeto, pero no aparecen en la superficie; lo que no quiere decir que no estén presentes en esos sujetos.
La primera consecuencia de este “reduccionismo” de toda la psicopatología a los dos conceptos, depresión y ansiedad, es que, en la Sanidad Pública si alguien va al médico de cabecera quejándose de que se siente deprimido y/o ansioso, su médico, nada sobrado de tiempo y de posibilidades de derivación a especialistas, le recetará un ansiolítico, o un antidepresivo, o ambos, y dará por concluida la intervención.
Así, pues, lo que ocurre, es que somos uno de los países del mundo con más consumo de psicofármacos y con menos especialistas y dispositivos en salud mental: el número de psiquiatras necesarios, de psicólogos clínicos, de psicoterapeutas, de hospitales de día psiquiátricos está tan por debajo de la media europea, que, en una coyuntura difícil, como es el tiempo posterior al Covid19, con un alto grado de demanda de atención en salud mental, ni siquiera en episodios agudos y graves, como los suicidios, hay una mínima cobertura pública, sanitaria y social, no ya preventiva, pero ni siquiera de atención de urgencia.
¿Qué hacer ante este panorama, para que el paciente que consulta a su médico de cabecera por trastornos en su salud mental no salga de la consulta irremediablemente con una receta de ansiolíticos o antidepresivos? El primer objetivo es que no centre su información en que tiene ansiedad o depresión, sino que exprese todo lo que siente que va mal en su vida afectiva, o de relación, familiar, laboral, o de pareja, para que el médico general tenga datos para una derivación al especialista. Por supuesto la derivación al especialista en salud mental será siempre un proceso más largo que un tratamiento psicofarmacológico, pero los resultados serán más sólidos, por deficiente que sea el servicio público de salud mental.
Los sufrimientos psíquicos no son un problema de variables fisiológicas o cerebrales (salvo enfermedades mentales con base orgánica) sino siempre tienen que ver con los vínculos de relación, actuales o del pasado no resuelto; esta característica implica que en el tratamiento ha de darse cabida a que la persona que sufre psicológicamente, pueda poner en palabras tanto su actual dolor como la historia personal que lo ha producido. En algún momento, alguna intervención psicoterapéutica será necesaria.
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