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Praga, sin primavera
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Praga, sin primavera

Actualizado 17/10/2022 09:37
Concha Torres

Estas coles de hoy son de Praga y no de Bruselas. En esta maravilla de ciudad, hoy restaurada, conservada y arreglada para regalo de los ojos en cada rincón y cada plaza, entraron los tanques rusos avasallando una lejana primavera de 1968. De aquel horror, tienen sus habitantes un recuerdo vivo y una herida abierta que aun escuece y que les hace ser especialmente solidarios con Ucrania, cuyos colores aparecen en muchos balcones privados y en todos los edificios oficiales. Los checos tienen poco don de lenguas y simpatía la justa, pero sí tienen una memoria alicatada de lo que no quieren que vuelva a ocurrir y la firme decisión de no dar un paso atrás en el camino de la democracia. Camino que es como esos pasodobles de verbena, un paso adelante y dos hacia atrás; y si algo deberíamos haber aprendido es que, en la vereda de la libertad, hay que mirar hacia atrás sin ira y hacia delante con cautela.

Escribo estas líneas casi dos semanas antes de que se publiquen, cómodamente sentada en el mismo lugar donde Vaclav Havel iba a tomar café, así que es imposible no citarlo: “esperanza no es igual que optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien sino la certeza de que algo tiene sentido”. Havel pasó en la cárcel una larga temporada, lugar donde hablar de esperanza tiene cierto mérito; años más tarde se convirtió en el primer presidente checo, después de ser el último de la difunta Checoslovaquia, cabalgando a lomos de una revolución llamada “de terciopelo” que trajo la democracia sin muertos y dos países donde antes había uno; a todo ello le aplicó, evidentemente, grandes dosis de esperanza y las justas de optimismo. Me resulta una historia balsámica en medio del griterío generalizado en el que vivimos permanente.

Mientras apuro mi café (y una tarta de manzana de quitar el sueño) leo en la prensa todo lo que acontece en la ciudad universitaria de la capital de España, ahí donde viven y estudian aquellos que un día dirigirán nuestros destinos. Las ventanas no se usan para gritar por la libertad ni colgar banderas de Ucrania, sino para llamar putas y ninfómanas a las vecinas de la residencia cercana, que al día siguiente salen en la televisión disculpando a los gritones porque, dicen ellas, son sus primos, novios y amigos. Y definitivamente, mi reino no es de este mundo; porque viniendo de tiempos más recios y menos libres, jamás habría disculpado a los hombres de mi vida (fueran amigos, novios o parientes) si me hubieran dedicado tales epítetos y menos a grito pelado. Es más, tengo una hija veinteañera que dudo que disculpe ni disfrute contemplando como un grupo de trogloditas tardo adolescentes organiza una berrea, la filman y la cuelgan en las redes sociales; también tengo un hijo que ha vivido tres años en un colegio mayor sin haberse convertido en un macho cabrío, luego es posible vivir en semejantes lugares y comportarse con normalidad. A ambos les he contado como las mujeres de mi edad, de jóvenes, viajábamos en los transportes públicos con el trasero pegado a las puertas y ventanas, y no sé en qué momento de la historia no hemos explicado bien que a los de la mano larga, al igual que a los de lengua larga y verbo insultante, hay que pararlos antes de que se les vaya algo más que la fuerza por la boca.

Lo de estos chicos, ese grito en mitad de la noche, hace que “Clavelitos” en la Plaza Mayor de Salamanca me parezca hasta música celestial y no un ruido innecesario. El resto del día lo he pasado deambulando por la ciudad que, muchos años después de una primavera que llamaron “de Praga” y que no fue tal, me ha regalado unos días de otoño espectaculares. Y pensando en la libertad, y en lo poquito que hace falta para perderla.

Concha Torres

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