Las letras se mostraban como un código indescifrable, etéreo, confuso, sin mensaje, dibujos deslavazados sin orden ni concierto, sin unión ni pegamento que las redimiera.
Las letras eran niebla o humo, nada eran, vacío, cosmos indefinido, sopa sin sustancia y fría.
La letra luego fue un sonido, un trazo, un movimiento sutil de la muñeca, un giro, un rasgo, una mano que abrazaba a otra letra para sonar mejor y hacer algo nuevo, una aburrida sílaba que no decía nada: ta.
Las sílabas fueron convirtiéndose en palabras y dejando estelas en la memoria, imágenes de cosas, objetos y luces, colores y sombras, ilusiones y dudas, emociones sabrosas.
Las palabras pintaban dibujos en la pared del cerebro, de una flor (rrrro-sa) (¡¡una rosa!!), de una madre (ma-mmmá) (¡¡mamá!!), de un asiento (siiii-lla) (¡¡una silla!!), de algo para escribir (lá-pi-zzz) (¡¡un lápiz!!), y los ojos se abrían como panes recién cocidos, la sonrisa se desplegaba como una flor, y la mirada se iluminaba porque aprender siempre siembra alegría en el espíritu. Siempre lo llena de un gozo inagotable.
De ahí, el ansia fue volando a leerlo todo.
Siempre.
Allí donde fuere.
En cada minuto del día.
Cada palabra, cada frase, fueron leídas con avaricia, con pasión, con satisfacción, porque las letras, por fin, decían cosas, hablaban con su lenguaje mudo y no paraban de contar y contar.
¡Resulta que los cuentos tenían historias dentro! Imágenes que mirar y frases que leer.
Una vez.
Mil veces.
La misma página, el mismo relato, los mismos personajes. Pero no se borraban a pesar de ser posados, tantas veces, los ojos sobre ellos.
Después otra narración, luego otra y otra, la letra más pequeña, las palabras más largas, las historias más complejas, más páginas.
Más libros que ya no caben en la estantería y extienden sus brazos como pulpos gigantes invadiendo todos los espacios de su casa. Más libros que hacen florecer, como abono, su mundo interior.
Si cierro los ojos, puedo verla, con su cara redonda y su pelo rizado, dentro de mil años, sentada en su sillón, con sus gafas de cerca y un libro entre sus manos.
Siempre al amor de las letras, siempre iluminada por su resplandor.
Dedicado a Vera y a todos los pequeños que están aprendiendo a leer y escribir.
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