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Antes santa que doctora
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Antes santa que doctora

Actualizado 07/10/2022 09:52
Tomás González Blázquez

La Teresa que yo conocí me la enseñaron mis abuelos. Era una Teresa de brazo y corazón indescriptibles que se me revelaban cada verano como una de las experiencias más impactantes de la infancia, reliquias custodiadas por sus hijas en Alba de Tormes, la villa a la que siempre volvíamos en tradición estival sin fecha fija. En aquellos restos, mortales pero tan sagrados, yo rastreaba el relato de sus andanzas oídas a mi abuela Carmen, que de tal forma me las contaba que pareciera que ella misma hubiese presenciado alguna. Era la mía una Teresa intrépida en un tiempo indefinido, de fuente junto a la carretera, de decisiones firmes, de estar muriendo en su celda conmigo de testigo casi como si fuera 1582. Una Teresa que se configuraba para mí como la perfecta definición de santa. La Santa.

No sé si será por resistencia, o por nostalgia, o porque tengo la mirada puesta en un horizonte, Dios, al que hoy no se le pone nombre con demasiada nitidez, pero me chirriaron algunas afirmaciones hechas el pasado día 6 durante la sucesión de intervenciones en el acto académico que recordaba la investidura de Teresa como doctora honoris causa de la Universidad de Salamanca en 1922. Me refiero a las que pretendieron resaltar la diligencia, audacia y modernidad del Estudio salmantino frente a la Iglesia “lenta y tardía” (alcaldesa de la villa dixit) que no otorgaría el doctorado hasta 1970. Hubo culpas para San Pablo además, como si la fundación del monasterio de Alba un 25 de enero no tuviera nada que ver con él: Púsose el Santísimo Sacramento e hízose la fundación día de la Conversión de San Pablo, año de 1571, para gloria y honra de Dios, adonde, a mi parecer, es Su Majestad muy servido. Plega a El lo lleve siempre adelante (del Libro de las Fundaciones, cap. 20, n. 14).

Por aquello de no desentonar con las coordenadas vigentes, en las que difícilmente encaja alguien que vaya por la vida diciendo que “Sólo Dios basta”, abundan las semblanzas teresianas, por lo civil pero también por lo eclesiástico, que inciden en su condición de mujer, a modo de bandera feminista. Otros resaltan su dimensión literaria, aunque fuera la suya una escritura no por sí sino para Él. Con la tarea reformadora se quedan quienes ese aspecto desean subrayar, y con la identidad de caminante los que promueven peregrinajes y esa cosa llamada “turismo religioso”. Todo es Teresa pero a nada se reduce si no se parte de su santidad buscada y reconocida.

El pueblo, tirando de ese olfato sostenido en el sensus fidelium que le ayuda en las empresas importantes, pronto escogió lo que de Teresa habría de elegirse primero: ¡santa! Claro que sus hijas lo rezaron, y que los duques lo lucharon, y que aquella pujante España lo ganó pronto en la Sede Apostólica: “cuatro españoles y un santo”, apuntaba la sorna romana en la feliz jornada del 12 de marzo de 1622. Tanto pesaba Teresa que hasta se quiso y se aprobó, y luego se revocó, un patrocinio ex aequo con Santiago (sí, el que caricaturizan con ignorancia los que reniegan ahora de celebrarlo el 25 de julio). Ese teresianismo por lo popular, el que probablemente llegó por tradición oral hasta mis abuelos maternos en la Tierra de Alba (ella de Pedrosillo y él de Gajates) tres siglos largos después de la vida de Teresa, la contempla como mujer, la lee o mejor la memoriza como poeta mística, aprende en ella como maestra de espiritualidad, sigue sus sendas como andariega, la admira como fundadora de un Carmelo renovado, pero ante todo la aclama como lo que fundamentalmente es: santa.

Doctora de la Iglesia lo es junto a otros treinta y seis, y por ser precisos en la medición de tiempos, solamente en nueve casos pasaron menos años entre la muerte del santo y la proclamación como doctor. A través del prisma de la inmediatez que nos dirige la existencia esto no se visualiza, pero justo es acudir a lo exacto cuando las percepciones nos pueden. Si relevante es que la Iglesia la distinguiera como doctora aún más lo es que la venere como santa desde 1622, cuando no habían pasado ni cuarenta años desde su muerte en Alba de Tormes un jueves 4 de octubre seguido de un viernes 15. Lo hizo con gran consolación por saberse y sentirse “hija de la Iglesia”, esa madre que camina tan despacito pero ya llevaba tres siglos rogando su intercesión en el Cielo y proponiéndola como modelo a los fieles cuando las damas salmantinas y los Reyes de España costearon birrete y pluma para el evento universitario. No se trata, ni mucho menos, de confrontar a una y otra institución, menos si cabe cuando la Universidad surge de la Iglesia, y la de Salamanca de su Catedral. Teresa, la que sale a los caminos y a sus cruces, imagen de la Cruz vida y consuelo, surge de algo mucho más profundo que la mítica Castilla encastillada, que un espíritu inquieto, que un proyecto vital. Teresa surge de Alguien con el que desposa, Jesús, y vuelve a Él, herida de amor, rescatada de estos hierros en que el alma está metida, libre al fin, santa.

En la fotografía, propia, Santa Teresa de Jesús en una pechina de la iglesia de Santa María del Monte Carmelo (antigua iglesia del monasterio de San José, fundación teresiana en Salamanca, hoy en Cabrerizos).

Esta columna se repliega a la frecuencia quincenal que durante una etapa ya tuvo. Por lo tanto, la siguiente se publicará D.m. el sábado 29 de octubre.

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