Cuando escribo estas líneas, casi una semana antes de que se publiquen, en Italia ha habido unas elecciones que ha ganado una nueva extrema derecha sin complejos, los jóvenes rusos huyen del país hasta en bicicleta (literalmente) con tal de no ser movilizados, las mujeres iraníes se enfrentan de forma valiente contra los ayatolás y sus medidas de moral caduca y quién sabe si conseguirán ellas hacerlos caer, algo que no han logrado varios presidentes norteamericanos desde hace más de cuarenta años; un hombre ha corrido una maratón en poco más de dos horas y la inflación se come los ahorros de los ricos y el pan de cada día de los pobres. Pero la noticia más vista, la más comentada y la que acapara los titulares hasta en la prensa pretendidamente seria son los cuernos de la marquesa de Griñón, y perdonen por decirlo en pocas y explícitas palabras.
No es que la situación de la niña Tamara me preocupe, los ricos también lloran pero una vez llorados no tienen que ir a un comedor social; ni siquiera me preocupa ya que la prensa seria (¿es seria?) le dedique columnas y titulares, ser un personaje de actualidad por tener ciertas ocurrencias, ganar un concurso culinario y manifestar a los cuatro vientos su devoción por la Virgen es un trabajo intenso que no lo quisiera yo para mí. Me preocupa lo de los cuernos y el bombo que reciben, que me retrotraen a unos tiempos pretéritos y casposos en los que las mujeres, solo ellas, padecían las infidelidades de los hombres; cuando es una traición que no entiende de géneros, solo de sentimientos, que son comunes a todo bicho viviente.
Y en mis conversaciones con gente más joven que yo, que por suerte las tengo, me entero que lo de ser infiel es casi un juego, como el amigo invisible; que se ha puesto de moda y no está mal ni bien visto, simplemente ocurre, y que incluso se busca porque produce adrenalina que es una droga como otra cualquiera, pero muy sobrevalorada en estos tiempos insólitos. Me llama la atención, porque lo de casarse ha vuelto a llevarse y en esas redes sociales que es donde de verdad se ve por donde va el mundo, son legión los que se casan, lo anuncian, lo festejan durante tres días, despiden la soltería invadiendo ciudades monumentales como la nuestra y han creado un negocio que mueve millones…Total para nada. Casarse se ha convertido en una verbena de cuarentones, que lo anuncian, preparan unos jolgorios que les salen por un pico y luego se ponen abundantemente los cuernos los unos a los otros en una fase de la historia donde casarse o no, en realidad da lo mismo; libertad de elección que no disfrutaron nuestros padres, y muy poquito los de mi quinta.
No siento lástima por la marquesa pero tampoco indiferencia; me hace reflexionar sobre la fidelidad, sobre lo mucho que la aprecio y lo terrible que es ser víctima de lo contrario. Me hace recordar las grandes historias de amor desde que el mundo es mundo, esas que se escribieron en páginas que guardamos preciosamente o que se filmaron en blanco y negro o en color para que las disfrutáramos sin medida. La fidelidad, tan grandiosamente relatada incluso cuando se hablaba de infidelidad, como infieles fueron Emma Bovary, Ana Karenina, o Ana Ozores en versión patria. Infiel como lo fue maravillosamente Ingrid Bergman, tanto en la vida real como en su personaje de Casablanca e infiel a la manera de Meryl Streep en Los puentes de Madison, pura poesía. Todos estos fueron personajes infieles femeninos, qué casualidad, en un mundo en el que la infidelidad era frecuentemente masculina; mundo que a tenor de la efervescencia periodística que produce el asunto de la marquesa sigue asombrándose ante las traiciones sentimentales mucho más que ante un grupo de mujeres iraníes que a riesgo de la propia vida se quitan el velo que no han pedido llevar y que las convierte en posesión del marido que, dicho sea de paso, puede ser infiel pero ellas no, porque la pena por semejante falta es la lapidación, una muerte dulce donde las haya.
Conclusión de todo lo anterior: nos siguen impresionando mucho más las cosas del querer, e incluso las del mal querer, que los grandes problemas del mundo. Y no porque aquellas las podamos resolver mejor que estos, sino porque somos seres abocados a enamorarnos y sentir, no solo ver, oir, callar y mirar el móvil. Y la marquesa de Griñón en estos días sufre por esas cosas del (mal) querer como cualquiera, solo que ella se ha enterado por Instagram, cosa que debe tener bastante poca gracia, y que ni con Vargas Llosa de padrastro va a lograr convertirse en personaje de novela inolvidable. Pobrecilla, ni eso.
Concha Torres
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