He estado a punto de titular justo lo contrario: “semana horrible”, pero mi sentido cristiano de la vida, que me lleva a ver la botella medio llena, por más que esté casi vacía… o sobrecargada, que casi es peor. Vamos por partes:
Primer episodio: estaba yo tomándome el café de despertar –que una cosa es levantarse y otra despertarse- a las 10,45 de la madrugada de un viernes cualquiera en un bar cercano a mi casa parroquial, con ánimo de cargar un poco las pilas para ir a la catedral a rezar, escuchar confesiones o consultas espirituales y celebrar la misa de las doce, cuando en un segundo se sucedieron cuatro acontecimientos.
Para situar al lector diré que el bar está decorado con unas estanterías que cuelgan del techo con fuertes cadenas y anclajes, adornadas con botellas viejas, casi antiguas, valiosas, de vino tinto gran reserva de reconocidas marcas, a las que no voy a nombrar por la razón que más adelante se verá.
A lo que íbamos, a los cuatro acontecimientos: Primero oí un fuerte tintineo de vidrios que entrechocaban. Segundo, un fuerte golpe en la cabeza me hizo gritar; intenté apartarme del lugar dando un paso atrás mientras me llevaba, en un acto reflejo la mano a la crisma. Tercero, un enorme estrépito de vidrios rotos pareció venir de todas partes, de arriba, de abajo, de detrás y de delante. En cuarto lugar, me sentí completamente duchado en frío.
Lo que es la mente humana, insondable: por encima del susto, que lo tenía, una sensación olfativa se impuso: el vino con el que me habían duchado era tinto, era bueno y probablemente era gran reserva. ¿Qué había ocurrido? En la estantería que adornaba el bar por encima de mi cabeza, una de las cadenas que la anclaban al techo había cedido, la estantería había basculado, las botellas habían chocado entre sí, rompiéndose algunas, una de las no rotas me golpeó en la cocorota, rebotó hacia mi mano y acabó rompiéndose también en el suelo, junto con todas las demás, dejando un enorme charco de buen vino y un archipiélago de cristales rotos.
Más susto que yo se llevó el dueño del bar, pero inmediatamente reaccionó, ayudado por un par de clientes habituales que se vinieron hacía mí, me preguntaron si me dolía, si estaba mareado, ofreciéndome una silla, que yo rechacé porque no la necesitaba, pero que enseguida acepté pues es bueno dejarse ayudar, y más en una situación como aquella. Sentado en la silla, con la mano en la calva, oí cómo llamaban al 112, que tardó muy poco en venir; poco antes había venido la Policía local, a los que pedí que no me hicieran el control de alcoholemia; pero antes uno de los clientes pidió hielo y un paño al camarero y me lo pusieron en el lugar del impacto. Después de una breve exploración y, comprobando los sanitarios que me encontraba tranquilo, consciente y orientado, me ofrecieron llevarme al hospital. No tengo ningún problema en ir al Hospital, les dije –he ido cientos de veces en los últimos años-, pero creo que antes debo ir a casa, porque me encuentro bien, vivo cerca y no me parece conveniente estar durante cinco horas en una Sala de espera del Hospital, completamente mojado, sucio y atufando a todo el mundo con mi olor a tinto gran reserva. Tuve que firmar que renunciaba a que me llevaran en ambulancia, fui a casa, me duché, me cambié de ropa y de zapatos, convertidos también en pequeñas bañeras de buen vino, y me fui a la médico, que me exploró, me hizo pruebas neurológicas y de reflejos, me recomendó hielo en el golpe y que me vigilara durante 24 horas y luego durante los cuatro días siguientes por si apareciera algún síntoma de daño cerebral: mareo, dolor de cabeza, desorientación, pérdida de equilibrio… Hace de esto diez días y no ha aparecido síntoma alguno.
En fin, ha sido una experiencia más, muy intensa, de nuestra fragilidad, digo la de los humanos; en mi caso, después de ocho años largos de paciente guerra contra el cáncer linfático, que al principio amenazaba con matarme, sin dolor, pero matarme, ahora que el cáncer ha desaparecido –aunque me siguen controlando desde nuestro magnífico Servicio de Hematología porque acepté entrar en un Ensayo Clínico y estoy contento de haberlo hecho- he podido quedarme tieso en un accidente de barra, de barra de bar quiero decir. “Memento mori” reza, nunca mejor dicho, la imagen de la muerte encastrada en su hornacina de la Capilla Dorada del Templo Nuevo de nuestra catedral. Y sí, debemos acordarnos de que somos mortales, vamos, de que estamos “colgados de la brocha” y que, de la misma forma que resistimos múltiples adversidades de todo tipo, incluida una enfermedad grave, podemos acabarnos en un accidente de un segundo.
Al día siguiente del botellazo celebré tres bodas, que este año hay muchas, las normales del año a las que se suman las pandémicas, lo que era un indicio claro de que estaba bien, aunque seguí auto vigilándome otros cuatro días más, como ya he dicho.
La semana que prometía ser horrible siguió por ese derrotero nefasto porque amaneció plagada de múltiples reuniones y duras negociaciones para salvar que una Fundación orientada al servicio de los más pobres de la provincia, con una atención especial a los que proceden del mundo rural, para poder seguir creando economía social en el ámbito agro ganadero, a la par que cumplir con los fines previstos por el fundador, que no son otros que ayudar al mayor número posible de personas empobrecidas para que puedan salir de la pobreza, especialmente potenciando la formación académica y laboral de los más pobres y concediendo ayudas puntuales a entidades e instituciones que están muy cerca de los más pobres para apoyarlas.
Buscar el difícil equilibrio entre la fuerza del mercado, la Doctrina Social de la Iglesia, que apuesta decididamente por la justicia sin derivas ni interferencias partidistas, y el sentido común, ese conjunto de variables aparentemente contradictorias, esforzándonos al mismo tiempo en cumplir la vigente legislación sobre Fundaciones, cuya aplicación, especialmente la fidelidad a los fines de la Fundación en cuestión, supervisa el Protectorado de Fundaciones, puedo asegurar que todo ese encaje de bolillos, más complejo aun cuando está preñado de relaciones humanas, produce más dolores de cabeza que el botellazo.
Pero gracias a Dios y a los músicos y a los gestores de Cultura, pude gozar, al final de esa terrible semana, de un baño de Cultura que fue descanso para el alma, me restauró el ánimo y estoy seguro que reforzó mi frágil sistema inmune: Me refiero al Concierto celebrado en la Catedral Vieja, en el contexto del cuarto Centenario de la muerte del músico Sebastián de Vivanco, Maestro de Capilla de la Catedral y Catedrático de Música en la Universidad de Salamanca, contemporáneo de Tomás Luis de Victoria y, a juicio de muchos expertos, tan bueno como él, aunque menos “mediático”.
Organizado por la Catedral de Salamanca, con el inestimable apoyo del Centro Nacional de Difusión musical (CNDM), los seis cantantes del grupo inglés ENSEMBLE PLUS ULTRA, dirigido en este caso por David Martin, ante la ausencia obligada de Michael Noone, alma mater de todo este proyecto del Centenario de Vivanco, por culpa de secuelas del maldito covid, nos llevaron al séptimo cielo, contrastando a las veces con la SCHOLA ANTIQUA, dirigido por Juan Carlos Asensio, con el fondo musical del grupo LA DANSERYE, que utiliza solo instrumentos de viento medievales, renacentistas y del primer Barroco. A modo de anécdota, importante anécdota, el grupo inglés ENSEMBLE PLUS ULTRA cantó en el reciente funeral de la reina Isabel II; acabado el funeral fueron inmediatamente al aeropuerto para volar a Madrid y viajar de seguido a Salamanca. Esas dos horas de muy buena música convirtieron una semana terrible en una “septimana non horribilis”. Habrá más.
Antonio Matilla, actual Deán de la Catedral de Salamanca.
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