Era un tiempo fuera de control para mí. Un destino al que se me tenía prohibida la entrada. Una hipótesis que nunca iba a poder contrastar. Un misterio, en resumidas cuentas.
“Para después de ferias”. Era la expresión que, con frecuencia, escuchaba en casa de mis abuelos, o cuando se encontraban con alguien a lo largo del verano que, en el camino inverso al de la mayoría, yo venía, desde el pueblo, a pasar en la ciudad. Una tarea doméstica poco urgente, una compra sin prisa, una gestión menor todavía pendiente… para después de ferias. De vuelta en mi exilio, infancia feliz pero lejos de Salamanca, ni siquiera me daba tiempo a estar ese día en que las ferias se podían dar por pasadas. Entonces lo oficial, no sólo lo taurino, alcanzaba hasta el 21, la tornaferia que concitaba en la capital a tantos salmantinos de la provincia, pero a mí ya no me daba tiempo a azuzar a mis abuelos el 22 y recordarles todo aquello que habían aplazado hasta después de ferias.
Con la siempre cautivadora visita a la que llamábamos “la Monográfica” y la fascinante contemplación de los cabezudos en la memoria reciente, sin haber logrado apagar el sonsonete de los caballitos y los coches chocones ni olvidado aún el dulzón aroma de los algodones de La Aldehuela, yo me quedaba sin enterarme de todo aquello, demorado pero sugerente, que iba a suceder después de ferias. Sin embargo, con los años, les he comprendido bien. Aquí, como en tantos lugares donde hacemos fiesta a la Virgen en torno al 8, o al Cristo en su Cruz que cada 14 nos atrae hacia sí, podemos pedirle al riguroso septiembre una moratoria que amaine la crudeza de la operación retorno. Es sano darnos aire. Celebrar los días de fiesta todavía impregnados de ese ritmo más relajado que el verano facilita. Coger fuerzas ahora que anhelamos no ya la nueva normalidad sino, ojalá, una buena normalidad, con todas las dificultades que indudablemente la entorpecen. No obstante, la premisa es recordar aquello que, entre indulgentes y perezosos, hemos dejado para después de ferias.
Junto al ordenador en el que escribo se me han ido acumulando las notas, y aunque van imponiéndose las tachaduras que significan que la pequeña tarea ha quedado hecha, aún sobreviven palabras sueltas, fechas de referencia, nombres de personas a las que llamar. Nunca faltan papelitos para después de ferias, a modo de escueto prontuario de lo inmediato. El otoño ejerce de anfitrión en nuestra vuelta a los ritos más cotidianos y el ciclo anual, hoy urbano, nos lleva a iniciar, a retomar, a emprender, precisamente cuando en nuestra cultura de raíz rural, esencialmente agraria, al llegar el San Mateo de las vendimias y San Miguel con su veranillo celebramos y damos gracias por la recogida.
Hora es ya de poner orden y mirar de frente a un mundo que no espera por nosotros, pero de cada uno sí se espera que pongamos de nuestra parte para hacerlo un poco mejor. Hora, al fin, de caminar como los que, emulando a la andariega por excelencia y peregrinando hacia su sepulcro, comienzan hoy una nueva Marcha Teresiana. Se dirigen hacia Alba desde Medina, ese lugar de Castilla donde murió Isabel, ella sí, la reina más grande. Antes de que nos dé tiempo a pensarlo de nuevo habremos tachado todos los garabatos pendientes y llenado la lista con muchos otros que posponer para después de ferias, las que, Dios mediante, nos volverá a anunciar la misma Mariseca en otro verano distinto con el que ya soñamos.
En la fotografía, propia, momento del izado de La Mariseca en el Ayuntamiento de Salamanca el pasado 25 de julio.
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