Comienza la fiebre de la fiesta cuando la luna se va entrenando poco a poco para estar llena, cuando el verano va ensayando el broche que cierra el descanso del calor aprovechado entre amistades y viajes, cuando se llevan de vuelta en la maleta los teléfonos de nuevos amigos, incluso alguna lágrima se desliza a lo largo de una mejilla porque las despedidas siempre son tristes desde aquel beso y hay que ir aprendiendo a lidiarlas.
Mientras alguien escribe a ratos el discurso del pregón, las chicas desempolvan sus trajes del baúl y unas manos prenden alfileres silueteando unos cuerpos que cada día son más delgados.
Ellos también despliegan las ropas sobre sus músculos, dibujados de tinta como mapas hendidos en la piel.
Ante la cita acordada, todos desembocan a la misma hora en la plaza del bullicio sobre las baldosas de colores que reparten como aspersores tanta algarabía, y la banda, en el templete, se prepara emitiendo algunas notas disonantes que sirven de prueba para iniciar su actuación.
Todo se vuelve accesorio ante la ilusión de vestir de gala para la ocasión; todo va formando parte de la ceremonia, incluso el sonido de los tacones, sin denuedo, sobre el pavimento.
Los pequeños ensayan sus múltiples juegos recién paridos, correteando entre un bosque de pantalones sin dar ninguna importancia al mensaje del pregón.
El pueblo, sin darse cuenta, estrena su vestimenta de fiesta mientras en los tejados se derrama y resplandece el colorido de los fuegos de artificio.
Tras el festejo, cada pájaro vuelve a su rama.
Cada ave a su nido.
Cada cabeza a su almohada.
Al amanecer, alguien barre serpentinas del suelo cuando las ruedas y los faros inundan poco a poco la vida con unas briznas de luz.
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