El insulto tendría que estar desterrado de todos los ámbitos de la vida pública, sea el que sea. Y también de la privada y cotidiana de toda la ciudadanía. Porque el insulto es moralmente reprobable y, sin más, descalifica de entrada a quien lo utiliza, sea quien sea y tenga los títulos que tenga o la representatividad que se atribuya o que le haya sido otorgada por una parte de la sociedad.
El insulto deshumaniza. Nos hace descender a esos territorios de la irracionalidad, que no pertenece ni siquiera a los animales, puesto que estos actúan por instinto.
Y, además y sobre todo, el insulto como arma e instrumento de acción degrada a la sociedad en la que se produce y que, pasivamente, lo permite. Habríamos de darnos a todos un código ético de civilidad pública, de buenas maneras, de respeto hacia quienes no piensan o no actúan como nosotros, siempre que sea dentro de los cauces de unas normas con las que toda sociedad cuenta.
Pero, en nuestro país, desgraciadamente, ocurre lo contrario. Nuestros representantes públicos utilizan el insulto más de lo que debieran, salvo excepciones, que, por cierto, no son poco numerosas. Porque, entre nosotros, como no ocurre en ninguna sociedad, no son todos iguales, como, en muchas ocasiones, dicen de modo cínico algunos de nuestros conciudadanos.
No son todos iguales, no. Ni todos se comportan del mismo modo, ni todos realizan las mismas propuestas para y por el bien común de la sociedad. Aquí –debido a nuestras carencias históricas de prácticas democráticas–, estamos acostumbrados a mandar y no a gobernar. Y gobernar, desde luego, no es mandar, es otra cosa muy distinta. Y, en este terreno, como en otros, no son todos iguales.
Por otra parte –y esto produce sonrojo–, al igual que se nos decía sobre el nombre de Dios cuando, de niños, íbamos a la doctrina, no se debe utilizar o usar el nombre de las grandes obras literarias en vano, para insultar y descalificar; utilización, por otra parte, muy inadecuada e impropia, como hemos podido observar estos días.
A nuestros representantes públicos, les hemos de pedir una ética y una estética. Que no embarren los escenarios y territorios de todos, de toda la comunidad y de toda la ciudadanía. Que sean ejemplares. Porque el poder, si no está al servicio del bien común, ya está muy alejado de los usos democráticos.
El insulto es una gran cacofonía que nos degrada a todos, que nos deshumaniza, que nos convierte en peores. El insulto nos arroja de los territorios de la civilización. El fin de llegar al poder no justifica los medios, entre otros, los del insulto.
De ahí que hayamos de evitarlo y no permitirlo. De ahí que hayamos de prescindir de esa chirriante cacofonía.
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