Dice Juan Ramón Jiménez en ¿Remordimiento?: “la tarde será un sueño de colores”. En ¡Qué tristeza de olor a jazmín!: “el verano torna a encender las calles y a oscurecer las casas”. Y en Un clima: “(Dan ganas de volver/ los pies y la cabeza.)”
Reuniendo estos versos, podríamos modelar las visiones de un estío romantizado, con su luz reflejada en piedras que en algún tiempo estuvieron sumergidas. Piedras que callan su sed, piedras que encierran en su dureza su origen. Piedras que, por el azar y el descuido, abandonan construcciones para nunca más volver. Es algo normal con el paso del tiempo ver el desgaste de lo que ha acompañado a una población durante siglos. Esta misma población ve menguar el talle de las rocas con resignación y hastío, maniatada por falta de medios que paren el doloroso proceso. Mientras se sume en el olvido, las piedras se derrumban ante la impasibilidad de las instituciones y destrozan en su caída. Así no solo se produce una pérdida patrimonial, sino también temporal y una falta respeto al recuerdo y a la permanencia de la transitoriedad. Desgraciadamente, esto es un tópico en muchas de nuestras localidades.
Los habitantes de Pozaldez, Valladolid, son testigos de daños constantes en sus dos iglesias. Las humedades corrompen la trabajada hojarasca de los retablos barrocos, las blancas paredes se tornan amarillas y los lienzos resisten tras una gruesa capa de polvo. El bellísimo artesonado mudéjar que decora el sotocoro de San Boal fue salvado del desconocimiento y reflexionamos a través de su perfecta geometría la síntesis de culturas añejas. Decía el hombre que abría ambos edificios algo parecido a “es que esto (refiriéndose a las iglesias) debe protegerse por respeto a los que lo hicieron” y tenía tanta verdad en su afirmación. Las piedras que nos construyen son, ante todo, legado. Y a las poblaciones que viven su agónico verano solo les queda esperar una próspera primavera.
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