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Las cosas por su nombre
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Las cosas por su nombre

Actualizado 05/09/2022 09:20
Francisco López Celador

Los esforzados y esforzadas ocupantes de las sillas del Consejo de Ministros han acordado –se desconoce el grado de unanimidad- remitir al Congreso para su aprobación, el proyecto de ley orgánica del aborto. La nueva ley modificará la que, en su momento, Zapatero llamó: “L.O. de la salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo”. A cada uno lo suyo. Como la palabra “aborto” tiene connotaciones agresivas, sangrientas y, en algunos casos, peyorativas, hay que reconocer la maestría de la izquierda a la hora de ser “bien leídos y escribidos”. O estoy equivocado o interrumpir no significa lo mismo que finalizar. Abortar no es interrumpir el embarazo sino terminar con él. Lo que se interrumpe es susceptible de poderse reanudar, pero el aborto no tiene vuelta atrás.

Para rematar su particular concepto de progresismo, este gobierno pretende justificarse alegando que el aborto es una herramienta para medir nuestro grado de democracia. ¿Cuantas más mujeres aborten, es decir, cuantos más niños mueran antes de nacer, mayor será nuestro nivel democrático? Hasta ese extremo llega la bajeza moral de nuestra izquierda. Lo que de verdad determina el grado de moralidad de una sociedad es su capacidad para oponerse a toda medida que vaya contra el derecho a la vida.

Si el art. 15 de la CE proclama que “todos tienen derecho a la vida...”, sin tener nociones de Derecho puedo pensar que atentar contra la vida de un no nacido podría considerarse anticonstitucional. Cuando los griegos establecieron la democracia como sistema de gobierno, el prestigioso Hipócrates ya pensó en el derecho a la vida estableciendo su famoso juramento por el que todo médico debía jurar –supongo que hoy sería prometer- que su misión era salvar vidas, incluida la de los fetos. El art. 26 del Código de Ética y Deontología Médica declara el derecho que tienen a declararse objetores de conciencia para negarse, entre otras cuestiones, a practicar interrupciones del embarazo, es decir, abortos. Como la izquierda populista lo sabe, sibilinamente ha introducido un elemento de chantaje en el texto. Ante la más que probable acogida de la mayoría de médicos a ese derecho, el texto anuncia que se harán listas -no quiero decir negras porque la tinta puede ser azul- de los objetores, al objeto de garantizar que todos los puestos estén cubiertos. Acabarían antes confeccionando la lista de no objetores. Por otra parte, en un aborto interviene personal de toda la escala sanitaria: ginecólogos, anestesistas, enfermeras, auxiliares de enfermería, celadores, etc. ¿Harán lista de todos? ¿Qué sucederá cuando el número de plazas a cubrir sea mayor que el de personal disponible? ¿De dónde lo sacarán? ¿Quién lo decidirá? Mucho me temo que este gobierno, con el mismo procedimiento que se maquilló el delito de sedición, intentará buscar la fórmula para suspender el derecho que asiste al personal sanitario. Al tiempo.

La caterva de “feministas de bote” que ha fichado Sánchez, para justificar lo que cobran y para poner de manifiesto su escasa capacidad para el cargo, han dado a luz un rosario de leyes que poco, más bien nada, tienen que ver con la grave crisis que atenaza a la sufrida España. Sabiendo que nada de lo que pregona Sánchez se ajusta a la realidad, han hecho caso omiso del paro, la inflación, la constante e insoportable subida de precios, la asfixia de pequeños y medianos empresarios, la desastrosa política exterior que nos está relegando a la cola de las democracias occidentales, y, para contrarrestar su oscuro porvenir electoral, siguen con el mantra de que tenemos el líder de todas las democracias de occidente

Según lo pregonan, España se convertirá en la locomotora de Occidente con la entrada en vigor de leyes como la del “Sólo si es sí”, cuando esas situaciones suelen ser sin testigos; la ley sobre “La censura y los secretos oficiales”, para poder negar informaciones que deben conocer los ciudadanos; la ley que permite meter en la cárcel a quien decida “rezar a la puerta de una clínica abortiva” -¿también a quien lo haga meditando?-; la “ley de la eutanasia “, que puede transformarse en amenaza para algunos ancianos; la ley “trans”, que permite cambiar de sexo como el que rellena la bonoloto, y así hasta que no quede ningún insolente a quien aplicárselas.

Hay asuntos que nunca soportan términos medios. El continuo bombardeo que está minando derechos recogidos en nuestro ordenamiento jurídico, y en todas las pautas que han regido los principios morales, tiene como finalidad socavar los cimientos de nuestra civilización, suplantar la idea de nación, atacar descaradamente a la religión –sólo a la católica- y recortar paulatinamente nuestras libertades.

Ante la hoja de ruta que ha diseñado este original progresismo, acabaremos convertidos en otra dictadura de corte “sanchista”, pero, a fin de cuentas, dictadura. Desde que se desmoronó la derecha, más clara es la descomposición. En España sólo perviven dos clases de partidos políticos: los que perseveran en su fidelidad a la Constitución, y los que abiertamente, o con diplomacia, buscan su transformación en un conglomerado federal –para alguno sería mejor cantonal- donde la ley y el orden no quepan en según qué territorios, donde la cooperación y la solidaridad no existan y donde, a ser posible, quede borrado todo recuerdo del pasado.

Al comienzo de esta etapa democrática, España “se dejó gobernar”, con mayor o menor acierto, porque había dos partidos capaces de alcanzar mayorías suficientes. La Ley D´Hont lo facilita. Cuando lo necesitaron, acudieron al apoyo de pequeñas formaciones, relativamente afines, dispuestas a cambiar votos por prebendas. No es casualidad que, con independencia del color del partido ganador, los independentistas siempre estuvieron dispuestos a colaborar ¡Y bien que se lo han cobrado!

Desde que izquierda y derecha se han fragmentado, la formación de gobierno está sujeta a nuevos condicionantes. Si la suma de escaños de la derecha es menor que el resto, siempre gobernará el más votado de la izquierda –en la actualidad, el PSOE-, porque, en la práctica, no existe centro. Paradójicamente, si el número de escaños de la derecha es mayor que el resto, no es seguro que pueda gobernar el más votado –ahora, el PP- porque un protagonismo mal entendido suele prevalecer sobre el interés general. Que los partidos políticos luchen por el poder es lo normal, siempre que para conseguirlo no se deba pasar por encima de los derechos de alguien. Todo el mundo se presenta con un programa que, en determinados temas, presenta líneas rojas a las que nunca debe renunciar. Quien busque el apoyo de otro, debe exponer claramente esos límites y, una vez consensuados, podrán acercar posturas en los menos transcendentes. No es buena táctica anteponer las satisfacciones personales a los intereses de los ciudadanos. El espectáculo de reparto previo de sillones antes de alcanzar un acuerdo, además de poco ético, acaba defraudando a los votantes.

La disgregación de la derecha tiene su origen en las veces que no ha querido derogar leyes criticadas, pudiendo hacerlo con mayoría; o cuando, desde la oposición, da su apoyo –o la abstención- a otras con las que no están de acuerdo la mayoría de sus votantes. Muchos de ellos, no admiten posturas producto de la tibieza o el miedo a perder votos. El PP deberá tenerlo en cuenta porque ese fue el origen de la aparición de VOX y Cs. Habrá que reconstruir puentes arrimando todos el hombro, antes de que sea imposible el paso de una a otra orilla

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