Sí, de vez en cuando me gusta dar patadas a un balón, pero también me gusta escuchar música, tomar algo fresco con un amigo en una terraza y a veces pasear con la única meta de no tener meta…
Pero mi amigo Pepo está hoy depre, off, abatido, tristón….su equipo comenzó ayer la liga y ha perdido. Llevaba Pepo semanas preparando la liturgia del comienzo de la liga de todos los años: comprando la camiseta nueva, renovando su carnet de socio y sobre todo soñando con un orgasmo de goles de su equipo. Nunca le he entendido muy bien a Pepo en este asunto. Pasar tan rápido de la gloria celestial al infierno soterrado. Sé que cuando hay partido de su equipo, Pepo se levanta con un remusguillo que le recorre el cuerpo, y una angustia que va creciendo cada vez más en él según se va acercando el momento del pitido inicial del árbitro. El estómago se le encoje y siente que se le hace un nudo en la garganta, se le seca la boca y se le acelera el pulso.
Aunque el partido ayer fue por la tarde, desde primeras horas de la mañana Pepo ya estaba merodeando por los alrededores del estadio. Había quedado con otros amigos que también sentían sus mismos colores. Enfundado en su bufanda futbolera, se había vestido para la ocasión, combinando los colores de su equipo, desde la camiseta hasta la gorra. Incluso sospecho que la ropa interior era de los mismos colores. Todo cuidado era poco por el equipo de sus amores. Con él sufría y gozaba, lloraba y reía...
Todo esto es difícil de entender para mí, que no siento los colores de ningún club con esa contundencia, aunque tenga mis preferencias, claro. Pepo, es creyente practicante de la religión futbolera, y no entiende a los ateos que como yo, no sufrimos por ningún equipo. Pepo, asiduo al templo del fútbol, y a la cita dominical, sabatina o cuando sea menester, tiene su localidad fija en el estadio, y no se pierde ninguna liturgia, ya sean vísperas, completas o maitines. Sabe los cánticos apropiados, que grita (y nunca mejor dicho) hasta el extremo de quedarse afónico y sabe de memoria las alineaciones con nombre y apellidos de los jugadores, la historia del club y sus avatares. Vota fielmente en las asambleas de socios cuando le dan oportunidad, y comulgaba con ruedas de molino si es necesario, por defender a su club de cualquier ataque externo, sobre todo si venían de acólitos de otro equipo. Es un hincha perfecto, un poco talibán, eso sí, pero perfecto: la capacidad crítica un poco limitada y eso hace que de los malos resultados tengan la culpa siempre los árbitros, los otros equipos o la diosa fortuna.
Lo cierto es que Pepo pone alma, corazón y vida en cada partido de su amado club. Tanto, que su estado de ánimo depende, y hasta su….¡felicidad! parece que dependen del resultado.
Ayer se consumó la tragedia una vez más. Los actores sacaron la máscara del drama y aquello se convirtió en un valle de lágrimas y lamentos. Pepo no fue menos. No había consuelo. Sus lágrimas habían desteñido una parte de los colores de su bandera. No pudo ser. ¡Maldita sea!
Y en medio de la desazón y el lamento compartido conmigo, con su amigo alejado de esta fe, me salió preguntarle: ¿Hasta cuándo va a depender tu felicidad de lo que hagan otros? ¿Hasta cuándo vas a seguir hipotecando tu alegría por las gestiones de otros? ... ¿Hasta cuándo leches va a seguir dependiendo tu estado de ánimo de lo que hagan unos señores con un baloncito entre sus pies?
Y algo empezó a barruntar Pepo....
Lo cierto es que de vuelta a casa, pensaba si no había sido muy duro con mi amigo Pepo. Al final, como en todo, la realidad es poliédrica y según en donde te sitúes tienes una visión. Por un lado, la de Pepo y sus hermanos y hermanas de religión futbolera, por otro la de los que como yo entendemos muy poco y tenemos poca desarrollada la sensibilidad religiosa hacia este dios redondo que bota, y por otro lado, la de los de los que se forran a costa de los fieles acólitos, la de los que sacan tajada, tajadona y tajadón, que les da igual el deporte y que sólo se mueven para engrosar sus bolsillos, y que se ríen a carcajada de tanto devoto. Y finalmente, la de los jugadores que hacen lo que pueden dando patadas a un balón cada semana. Esa es su habilidad y ese es su trabajo, quizá un pelín sobrevalorado (je, je…). Mi abuela tenía la habilidad de hacer unas tortillas de patata riquísimas y ese trabajo en ella estaba infravalorado. Mi abuelo tocaba el clarinete muy bien y esa era una de sus habilidades, también infravalorada. Pero qué quieren que les diga, yo al menos preferiría comerme una tortilla de patata de mi abuela escuchando de fondo una melodía del clarinete de mi abuelo que andar triste o contento porque un señor ha dado una patada a una pelota y la ha metido en una red. Llámenme ateo, que lo acepto. Amén.
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