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La fraternidad, un proyecto inconcluso
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La fraternidad, un proyecto inconcluso

Actualizado 03/08/2022 08:19
Juan Antonio Mateos Pérez

Sólo así podríais saber que tanto el que está en pie como el caído no son sino un solo y mismo hombre, de pie en el crepúsculo, entre la noche de su yo grotesco y el día del dios de su yo.

GIBRÁN JALIL GIBRÁN

Si quieres un amigo, ¡domestícame!

A. SAINT-EXUPÉRY

Si el pensamiento de Levinas nos llevó a la solidaridad en entradas anteriores, ésta nos quiere llevar a la fraternidad. Como decíamos la semana pasada, la fraternidad es una importante herencia cristiana, desarrollada en la Revolución Francesa y el socialismo utópico. Pero el concepto es muy antiguo, aparece ya en el pensamiento griego. Platón ya define al compatriota como hermano y Jenofonte denomina hermano al amigo. En el primer caso la hermandad es el miembro de la misma Polis, en el segundo, sería una hermandad por elección. Para Epicteto todos los hombres son hermanos porque todos descienden de Dios por igual. Los estoicos como Séneca y Marco Aurelio van en la misma dirección. A todos los hombres les corresponde, el mismo y único ethos fundamental de la fraternidad. Las grandes tradiciones religiosas y filosóficas llevan siglos ensalzando la fraternidad como el orden perfecto de las relaciones humanas.

La Revolución Francesa, levanta la bandera de la fraternidad: libertad, igualdad, fraternidad. Comentábamos que la fraternidad es el nexo que armoniza y humaniza a la libertad y la igualdad, ideales políticos que vertebran nuestras democracias. Las dos primeras se han desarrollado; la libertad fue el ideal del siglo XIX, la igualdad en el siglo XX, pero ha quedado olvidada la fraternidad. Ya en la propia Revolución Francesa, la fraternidad como forma de liberación de los más pobres, bajo la idea de que todos somos hermanos y hermanas de una misma humanidad en la que nadie debe tener privilegios arbitrarios sobre los demás, se fue poco a poco difuminando. Será recuperada por el socialismo utópico, relacionándola con la solidaridad, idea que se ha ido imponiendo desde el siglo XX.

Pero la fraternidad, sigue siendo un valor extraño en las políticas de nuestro mundo, a pesar que sabemos, que las democracias sin amor fraterno, son sociedades menos humanizadas. La fraternidad es un elemento comunitario, que parece que no se acopla bien nuestras sociedades tan individualistas y liberales. Por otro lado, la libertad y la igualdad, se han traducido en derechos humanos, no ha sido así con la fraternidad. Si la libertad y la igualdad pueden alcanzarse mediante medios jurídicos y políticos, no resulta sencillo desarrollar los mecanismos institucionales adecuados para hacer realidad los ideales de la fraternidad, que parece situarse en el terreno de la utopía. En nuestras sociedades capitalistas, la ayuda mutua y la cooperación, parecen que no combinan bien con la lógica del mercado y del consumo. Lo cierto, es que se ha ido desvaneciendo gradualmente de nuestras realidades sociales más urgentes. Incluso sabiendo, que un individuo fraterno, es un individuo feliz y muchos individuos con lazos de hermandad formarán una sociedad mucho más feliz.

La fraternidad no debe asimilarse a la justicia, tampoco a la caridad o la filantropía: la fraternidad es el principio que rige las acciones caritativas, justas o filantrópicas. Pero el principio no debe confundirse con su aplicación (Huyundi). La fraternidad puede activarse de forma unilateral, pero la fraternidad también se encuentra explícitamente reivindicada en el contexto de los grupos que luchan para ampliar, profundizar o reclamar sus derechos.

Siguiendo a Victoria Camps, Martha Nussbaum o Nancy Fraser, el valor de la fraternidad, poco desarrollado, debe adquirir mayor relevancia no sólo moral, sino política, si realmente queremos redefinir las obligaciones de la ciudadanía. Vivimos en sociedades muy estatalistas y nos cuesta dar el paso al cosmopolitismo, donde la justicia social, es anterior a la existencia del Estado. La igualdad entre todos los seres humanos, y las obligaciones que se derivan, son ontológica y moralmente, anteriores a las instituciones políticas. Todo ciudadano de cualquier Estado hereda unas obligaciones morales previas con la justicia que le vinculan al resto de la humanidad y obligan, tanto a él como a los estados, a intervenir, en las medidas de sus posibilidades.

Para armonizar, es necesaria una fraternidad universal, entendida como la obligación de compartir las ventajas y los beneficios con todos los seres humanos que carecen de ellos sin merecerlo, siempre, que eso no vaya en detrimento de los deberes especiales que tenemos hacia los más allegados y que la acción fraterna no provoque en nosotros un mal comparable al que queremos evitar en los demás (Victoria Camps). El principio de fraternidad interpreta mejor que el principio de responsabilidad nuestros compromisos morales y políticos con la humanidad.

Por un lado, no excluye las necesidades sociales y materiales inmerecidas que sufren los individuos en cualquier parte del mundo; por otro, incluye una noción de responsabilidad más adecuada a la justicia global. Como subraya la pensadora, la responsabilidad moral que no cesa con la compensación por el mal que hemos hecho o hemos contribuido a hacer y que, en cambio, engloba también el mal que no hemos hecho ni hemos contribuido a hacer, pero podemos evitar.

Para estimular el avance de la revolución de la fraternidad desde nuestra individualidad contamos con tres impulsores que nacen de nuestras capacidades inteligentes (Paloma Rosado). El primero pasa por practicar el desaprendizaje voluntario; el segundo, por tomar autoconciencia de nuestra mortalidad, y el tercero, por crecer en integración y tolerancia. Es necesario el altruismo, en sintonía con el amor y la esperanza, que transciende. Una fraternidad razonable empieza siempre con los más cercanos, la propia familia y los amigos, ampliando su ámbito de aplicación a medida que aumentan los anillos de la moralidad. No podemos amar a la humanidad sin amar primero a los que tenemos a nuestro lado.

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