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Al amor de la lumbre
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Al amor de la lumbre

Actualizado 19/07/2022 09:50
Charo Alonso

Tiene el fuego para los niños fulgor de magia. A un lado de la alta chimenea de mis abuelos, el perol siempre sobre los trébedes, al otro, ánfora erguida el gato con los ojos entrecerrados. Mi abuelo se sentaba brevemente a atizar el fuego y a encender el Celtas deshecho y vuelto a liar –de cada cigarro se sacaban dos y olía bien el paquete de papel y el librito de la hoja roja con ecos de Delibes- con un ascua de la lumbre cogida con las tenazas. Era el prodigio de la llama todo el año, incluso en el tiempo de la siega y del portal a media tarde con la sandía abierta y los tractores y las cosechadoras levantando el polvo de campos y caminos.

Mi hija y mis sobrinos lanzaban aviones de papel al fuego de la casita de campo y su abuela les pinchaba en el largo y negro tenedor de su abuelo el herrero un trozo de pan para tostarles. Era la magia del fuego en los domingos de carne a la brasa. El fuego con el que trabaja mi hermano, el bombero forestal de la sierra de Madrid donde hay más casas que árboles, al que la poeta cubana Reina María Rodríguez, mi amiga queridísima, le dedicó un poema cuando supo a qué se dedicaba. Fuego que purifica, fuego de alimentadoras brasas, fuego del hogar, fuego que amarilleó los libros de mi biblioteca cuando viví en una casa de pueblo de la que no separarse de la chimenea porque el frío helaba los ordenadores primeros, las cañerías mal tapadas. Fuego de incienso, de deseo escrito en el papel que se quema la noche de San Juan conjurando lo malo, esperando lo bueno y que me quiera y que se acabe, y que venga y se resuelva…

Fuego que recorre, furioso, feroz, desorbitado, la frontera que tan bien conozco entre mi tierra y el que fuera mi lugar de trabajo. Arde la cicatriz extremeña que adorna Salamanca como una cesárea mal cosida porque nunca sabemos dónde acaban las Mestas, la Batuecas, las Hurdes o las crestas de Gredos. Y arde devorando jaras, monte bajo, encinas centenarias, campos que tantas veces recorrí, yendo y viniendo de mi corazón a mis asuntos, fuego despiadado, fuego que no alimenta sino que arrasa el turismo rural, la ganadería de la que sacar lo poco que se araña entre las peñas. Y pienso en los saltos de agua, feroces y feraces, las casitas de cabras de mi amiga Victoria Rodrigo allá en la pedanía cercana a un Caminomorisco donde los alumnos de Pedro van a clases de madera y se ganan la vida con el turismo rural. Es la maldición de la tierra sin pan y de la dejadez de quienes no quieren cabras ni limpieza, los que no escuchan a los mayores y solo saben mandar helicópteros que arrastran, vacío y paupérrimo, el depósito ineficaz de agua contra la piedra. Fuego que solo quema.

Charo Alonso.

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