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Escapularios

Actualizado 15/07/2022 10:48
Tomás González Blázquez

Fue hace diez días. Dejaba Zamora a mi derecha, mientras transitaba por esa circunvalación que la rodea, cuando adelanté lo que parecía una autocaravana. Más que por su tamaño, que también, llamaba la atención porque toda la parte posterior estaba rotulada con un texto. No me fijé en la matrícula, pero intuyo, por lo que pude captar durante el breve tiempo de la maniobra de adelantamiento, que era un escrito en alemán. Sin conocer del idioma de Goethe más que las cuatro palabras, oídas que no leídas, a mis abuelos emigrantes en Düsseldorf, puedo afirmar que lo entendí. Tiene truco: arriba, en negrita, ponía claramente Johaness 3, 16.

No era de noche, sino las cuatro de la tarde aproximadamente (la décima, otra hora con miga), y no era tampoco yo un jefe judío con curiosidad sino un médico de pueblo al volante después de una mañana peculiar, porque no esperaba que entre las consultas previstas, en Boya y San Vitero, me tocara recalar en San Cristóbal, y entrar a casa de Justa, como otras veces, pero para auscultarla por última vez a las puertas de sus cien años, y que ya nada se oyera. Una mañana de esas, una más, en la que la muerte se presenta. Sabes que siempre está cerca pero jamás te acostumbras del todo al silencio en el fonendoscopio, ni a las pupilas que no reaccionan a la luz, ni al dolor de la separación que irrumpe al lado (o peor, la soledad cuando no hay nadie). Creo que en estos años nunca me dijo Justa gran cosa, salvo que estaba bien, pero la visitaba con gusto, y siempre en su casa me sentí en la mía. Entonces vino una roulotte bávara o renana, o de donde fuera, a recordarme Juan 3, 16: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Parecía más largo el texto rotulado, pero a lo mejor en alemán un versículo basta para llenarte la trasera de la autocaravana.

Igual que entonces a Nicodemo, también hoy, de múltiples maneras, nos habla el Dios del que ya apenas se habla. Escribir de Él es controvertido, y traerlo a estos espacios y muchos otros resulta cada vez más contracultural. Basta sucumbir a la tentación de leer comentarios en redes sociales o noticias de diversa temática para comprobar que ni se le conoce ni se le respeta, aunque no falta entre las obsesiones de algunos. Sea como fuera, nunca nos faltan sus palabras que no pasan. Puede que no vayas a una biblia a leerlas, ni que te asomes a una iglesia a escucharlas, pero en plena autovía, si todavía atesoras un mínimo bagaje cultural, puedes llegar a sentirte interpelado por un Johaness 3, 16 en negrita y, con el vehículo debidamente estacionado, buscar, buscar, buscar…

No se cansa de mandarnos escapularios en forma de vivencias y personas, de gracias terrenas, como los que Madre e Hijo tienden en esta hermosa jornada del Carmen a modo de escalas hacia el Cielo. De sus manos esas cintas que colocar sobre nuestros hombros/escápulas, carga suave y ligera, un yugo que no esclaviza sino que libera, una cruz asumida sin otro fin que seguir al que la tomó primero. En cada escapulario, el carmelitano con el que hoy hacemos fiesta y otros, tenemos una escalera de camino a nuestra verdadera patria. Allí imagino a Justa, que estaba bien aquí pero allí estará aún mejor, gozando de la justicia en el sentido auténtico de la palabra: la del Justo, la del Santo, la justicia que es santidad. Esa es la vida eterna. Y de esto más que nada trata, cada 16 de julio, la fiesta del Carmen, que para mí tiene nombre de madre y de Madre.

Escapulario carmelitano. Procesión de la Virgen del Carmen de San Isidoro, en Zamora. Fotografía de Alberto García Soto.

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