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Tiempo de maletas
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Tiempo de maletas

Actualizado 08/07/2022 13:07
Concha Torres

Tiempo de maletas que bajan de los altillos o suben de los trasteros con el ánimo alegre y oliendo a humedad. Tiempo de esas maletas de caparazón duro y entrañas profundas, colores vistosos y pegatinas absurdas que tienen como única misión evitar que algún vecino de vuelo las confunda con la suya propia. Maletas que han estado aparcadas más de la cuenta y viviendo como prejubiladas algunas, cuando a. de P. (antes de Pandemia) tenían una vida frenética y rompían sus correas y cierres como protesta ante el abuso laboral que sus dueños cometíamos con ellas. Maletas que se llenan de ropa que no nos ponemos en destino, de regalos para quien nos espera y de cargadores para la mucha vida electrónica que nos acompaña. Maletas que volverán con esa ropa no usada pero sí arrugada, más regalos de vuelta, algún cargador perdido y, en mi caso, con libros de más y algún trofeo de cerdo ibérico de propina.

Nos abruma a veces el tiempo de maletas que requieren una destreza especial y una práctica que hemos perdido en los últimos años. Hacemos listas con antelación y según escuela, la maleta llena reposa varios días antes del viaje o (esta es la mía) te roba alguna hora de sueño la noche previa porque no está hecha. Nos enfurece la maleta perdida por nuestra compañía de bandera (son especialistas) o la que se hizo sin pensar y de poco nos sirve lo que lleva dentro. Nos compramos el modelo más ligero, con las mejores ruedas y el fuelle más ancho y luego nos damos cuenta que no hay quien la encaje en el maletero de un coche; viajamos con la vida empaquetada para quince días, tres semanas o un mes y olvidamos que nuestros abuelos viajaban, en muchos casos, con un prisma de cartón sujeto con un asa rudimentaria y que, a eso, también lo llamaban maleta.

En aquellas maletas de cartón de cincuenta años atrás cabía todo lo que se podía llevar para montarse en el expreso de Irún, cruzar la frontera y buscarse unas lentejas llenas de piedras en nuestro país y algo más desenvueltas allende los Pirineos. Cabía la ilusión de una vida mejor y venían de vuelta llenas de caros perfumes, medias de seda y objetos nunca vistos con los que epatar a los parientes que se quedaban en Castilla amarrados al surco. En las maletas de mi juventud viajera, que se convirtieron en mochilas, cabía también la esperanza de aprender a hablar como los ingleses o los franceses para tener un arma más con la que enfrentarse al mundo. En aquellas mochilas, que eran pozos oscuros llenos de calcetines desparejados, se paseó por Europa toda una generación desperdigada ahora por el continente donde ya nadie que pertenezca a un país con bandera azul de estrellas amarillas puede llamarse emigrante.

También hay viajeros sin maleta, y no precisamente por su habilidad para combinar bien la ropa o la brevedad de sus desplazamientos. Son gente que viaja con lo puesto, bien amarrados a su teléfono móvil y a una funda de plástico que contiene sus documentos y dinero, casi siempre en metálico. No son estos viajeros gente difícil de contentar, se acomodan en cualquier medio de transporte, duermen en cualquier esquina, comen si hay qué comer y si no, ya se las arreglarán al llegar a destino. No exigen asiento de ventanilla ni se ponen como basiliscos cuando les piden subirse la mascarilla; suelen ser silenciosos y poco dados a protestar. Los viajeros sin maleta llevan una carga muy especial que se llama desesperación, que es como un enorme baúl con cajones donde entra el hambre, la enfermedad incurable, la guerra, los hijos muertos, las mujeres violadas y las explosiones de día y de noche. Con tal carga, son a la vez livianos de peso y ágiles al moverse; buscan siempre como avanzar y no retroceder y, aunque no esperan recibimientos con banda y música en el lugar de destino, lo que les aguarda es muchas veces peor de lo que se esperan, pero nunca peor que lo que dejan atrás; conviene recordarlo a quienes se preguntan por qué esta gente quiere venir a llamar a nuestra puerta.

Los viajeros sin maletas son especialmente abundantes en el tiempo de las maletas. Yo estoy llenando las mías, como siempre, con la ilusión de una chiquilla en víspera de viaje escolar. Ellos, quien sabe dónde y en qué condiciones, empezando un viaje que seguro es sin retorno y, en el peor de los casos, incluso sin llegada. Qué felices días los del tiempo de las maletas por llenar y qué drama es el viaje a ninguna parte de toda esa gente que va a parar a nuestras vallas y fronteras y se deja la vida en ello.

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